domingo, 25 de abril de 2021

IV TROFEO VESPA "LAS 20 PROVINCIAS" (1961)




 
 

 
 
 
 Un reportaje de Route 1963
 
 
 
 
La Vespa (avispa, en italiano), es el escúter más célebre de todos los tiempos y el vehículo de dos ruedas más popular de la Europa de la posguerra, una popularidad extendida e incrementada en los decenios siguientes hasta alcanzar la categoría de icono cultural universal, trascendiendo así su modesta identidad de vehículo utilitario, humilde y proletario. Nacida en Italia en el año 1946, llegaría a España pocos años después para convertirse en un elemento imprescindible de la motorización nacional, anticipándose a la verdadera revolución desarrollista que supondría la fabricación del Seat 600, también de origen italiano. Como italiana era la Lambretta, otro escúter emblemático de la época que tuvo enorme aceptación en nuestro país, aunque  no alcanzó el éxito y la reputación superlativos de la Vespa.

Pero en todo caso estamos hablando de unos vehículos concebidos fundamentalmente para una utilización urbana y que, sin embargo, fueron capaces de trascender también ese ámbito limitado para afrontar el reto de los viajes por carretera e incluso aventurarse en veleidades deportivas que a priori habría podido parecer que estaban fuera de su alcance. Pero nada más lejos de la realidad, porque el ser humano, siempre ávido de emociones fuertes —y pocas emociones más fuertes que el riesgo de la velocidad—, nunca ha desdeñado la posibilidad de competir con sus semejantes manejando los diferentes vehículos (con motor o sin él) de los que ha dispuesto en cada momento concreto de la Historia.



¿Una carrera cronometrada de 3000 kilómetros por etapas a través de veinte provincias españolas y sus correspondientes carreteras tercermundistas de los años sesenta a lomos de una Vespa? ¿Y porqué no? A fin de cuentas, existen antecedentes todavía más terribles, como por ejemplo la carrera ciclista Madrid-Valencia (350 km), en una sola jornada, que se celebraba en los años cuarenta del pasado siglo, en pleno verano, con temperaturas abrasadoras, pesadas bicicletas de hierro, a través de una carretera nacional ruinosa y con una exigencia física para los participantes digna de superhombres. En comparación con esto, el Trofeo Vespa de las 20 provincias podía considerarse casi una plácida gira turística guiada, con las Vespas escrupulosamente puestas a punto al comienzo de cada jornada por los mecánicos de los distintos equipos participantes, con etapas relativamente cortas que no solían superar los 300 km (aunque por aquellas deficientes carreteras españolas de la época estos kilómetros se hiciesen muy arduos, y más luchando contra el cronómetro), con comidas y cenas en restaurantes y pernoctaciones en hoteles de cierto nivel. Más que una exigente competición deportiva, podría parecernos un pasatiempo lujoso para señoritos ociosos llegados de toda Europa para disfrutar y divertirse con sus Vespas a lo largo y ancho de la geografía española.

En las diferentes imágenes de este completo reportaje de la Filmoteca Española dedicado a la carrera no vemos rostros crispados por el cansancio de la ruta, ni cuerpos contrahechos después de varias horas conduciendo aquellas Vespas incómodas que estaban pensadas para cortos trayectos urbanos, ni gestos airados por la rivalidad y competencia de unos participantes hacia otros como consecuencia de las exigencias de la prueba, sino todo lo contrario. Todo el mundo está sonriente, relajado y feliz, como si los resultados y clasificaciones en la competición fuesen irrelevantes y se tratase sólo de disfrutar de la gastronomía, del aire y del sol de España y de sus variados paisajes. 



Unos paisajes, y unos escenarios de la red viaria española que hoy, más de medio siglo después, nos resultan muy interesantes a los aficionados al patrimonio histórico de nuestros vehículos y carreteras de antaño. En los casi catorce minutos de duración del reportaje podemos disfrutar de la contemplación de estos vehículos ya extinguidos, pero también, y sobre todo, de aquellos elementos de las carreteras igualmente desaparecidos en su mayor parte (hitos kilométricos, casillas de peones camineros, vetustas señales de tráfico, antiguas travesías de poblaciones...), unos elementos ya históricos —o arqueológicos, incluso, podríamos decir—, que formaron parte de nuestra historia más reciente.

En comparación con otras naciones europeas, España era todavía a comienzos de los años sesenta un país eminentemente agrícola y en vías de desarrollo. El parque móvil resultaba escaso y anticuado, las carreteras precarias, inseguras y muy limitadas en cuanto a señalización y otros elementos auxiliares (nótese la ausencia generalizada de señalización horizontal en el firme, incluso en las vías principales), las obras públicas indispensables para la mejora de la red estaban aún en una fase incipiente de su ejecución, y en general el país presentaba severas carencias en todas sus infraestructuras básicas. 

   
Sin embargo, como hemos sido siempre un país exótico, sin complejos, sin vergüenza ajena y con un punto característico de exhibicionismo narcisista, el hecho de acoger eventos deportivos de motor como el que nos ocupa supuso en su día una magnífica oportunidad de promoción internacional y un escaparate inmejorable para mostrarnos al mundo no como éramos, sino cómo pretendíamos ser en un futuro inmediato. Y naturalmente la prensa nacional se prestaba entusiasta a reflejar estos acontecimientos con todo lujo de detalles. Es el caso de este recorte del diario La Vanguardia de Barcelona, fechado el 13 de junio de 1961, en el que se informa de la inminente llegada de los participantes de la carrera a la ciudad condal. 


Hoy en día la mayoría de nosotros no estaríamos dispuestos a ir en una Vespa mucho más allá de la esquina a comprar el pan, pero cuando el humilde y simpático escúter italiano hacía furor en las ciudades y carreteras de todo el mundo y suscitaba la envidia de quienes aún no habían podido motorizarse y esperaban pacientes en las paradas de autobús, algunos iluminados vespistas se inventaron esta prueba cronometrada por etapas a través de la vieja piel de toro. La Filmoteca Española nos ha dejado un documento audiovisual en color de un valor incalculable acerca de tan apasionante desafío.





    

miércoles, 21 de abril de 2021

LA MADRE DE TODAS LAS TORMENTAS

 

Un reportaje de Julián García Camacho

 

La Madre Naturaleza se comporta a veces como una madrastra de Disney y te mata con el pretexto de un tsunami, un terremoto o un huracán.

Las tormentas son un formato meteorológico que nunca me ha hecho puñetera gracia a la hora de viajar en moto. Es sabido que un vehículo cerrado, como un coche, te protege de los rayos actuando, de facto, como una jaula de Faraday: deriva la electricidad a tierra, sin que los ocupantes sufran descarga alguna. Sin embargo, en un vehículo abierto, como es la motocicleta, que te parta un rayo o no, es más cosa del azar y del cálculo de probabilidades que de otra cosa.

Por eso las he evitado siempre que ha sido posible, demorando el viaje un tiempo, hasta que pasara el concierto de los relámpagos, o adelantando ruta para llegar a destino antes que las nubes negras.

Sin embargo, la primavera de 2018, a finales del mes de abril, habría de protagonizar la excepción que confirmaría esta regla, llegando a Valencia en medio de un aguacero y de una tormenta eléctrica de las que hacen época. Cómo acabé en esa situación que tanto empeño pongo siempre en evitar, se desvelará al final de esta crónica, sobre un viaje que serían cuatro en realidad: de Sagunto a Burgos, por la N-234 con mis amigos de las Rutas Históricas, de Burgos a Córdoba para ver a mi hija, de visita en casa de su madre, de Córdoba a Granada para ver por última vez (entonces no lo sabía, claro está) a mi primo HERMANO, José María; insigne profesor de Griego Clásico en la Universidad de Granada. Y más tarde a Cehegín, en Murcia, para comer con mi amiga Ketty y de allí partir hasta Valencia, para embarcar por la noche de vuelta a Mallorca.

    

Había quedado con mis colegas moteros, amantes de las rutas históricas, en Puerto de Sagunto. Hicimos la travesía de la N-234, evitando todo lo posible tramos de autovía, como es nuestra costumbre. 

Poco más de 500 kilómetros, que hoy día se hacen en cinco horas, para los que empleamos dos jornadas completas. 

Las paradas, los aperitivos, las fotografías conmemorativas que luego ilustran el libro de la Ruta, una vez concluida, los cigarrillos de los fumadores, los repostajes, las evacuaciones acuosas y el disfrutar de cada tramo, de cada curva y de cada pueblo, justifican sobradamente el tiempo que empleamos en cada una de estas reuniones moteras.

Una vez llegamos a las inmediaciones de la ciudad de Cid, realizamos la parada de rigor para almorzar y, después de muchas risas y camaradería motera a raudales, me despedí de mis compañeros, precisamente porque el tiempo anunciaba tormentas vespertinas por la zona donde había decidido pernoctar, antes de tomar ruta a Córdoba para ver a mi hija. No sin antes realizar una visita de cortesía, que ya comentaré, en la preciosa ciudad de Salamanca.

Como no tengo GPS en la moto, ni ganas de instalarlo, memoricé cómo alcanzar la A-62 que habría de llevarme hasta la capital salmantina, donde había reservado habitación en un motel de carretera. Pero mi memoria o mi atención a los diferentes cruces y desvíos no fue todo lo eficaz que cabía esperar y me perdí. Me pasa mucho. De pronto estaba circulando por una carretera preciosa, pero la ubicación del sol me dio a entender que no me llevaba en la dirección adecuada. Aprovechando que, en un stop, paró a mi lado una pareja muy joven, que estaban haciendo el rodaje a su montura, una Honda de media cilindrada, les pregunté cómo llegar a la Autovía de Burgos en dirección sur. Me informaron muy amablemente y tomé la dirección correcta.

Las vueltas que di y el rodeo consecuente para retomar la ruta, me retrasaron en relación al cálculo que había hecho para evitar la tormenta y unas nubes poco amistosas empezaron a crecer en vertical con cada vez más prisa por volverse negras.

Cuando llegué al área de servicio donde se encontraba el hotel, me vino justo para hacer la reserva y acceder al parking. Cuando entraba en él ya empezaban a caer esos goterones, preludio del diluvio, que un antiguo vecino mío describía como “duros del tío asentáo”, aquellas monedas, en tiempos de la peseta, que valían unos céntimos –no recuerdo cuántos- y mostraban en su cara la imagen de una figura sentada. En mi pueblo les llamaban “patacones”, tal vez por reminiscencias de indianos que trajeron las así llamadas desde Argentina.

Lo que tardé en descargar la moto y llegar a la habitación fue tiempo suficiente para que el cielo se viniera abajo, con una manta de agua que no permitía ver ni la gasolinera que estaba a menos de 100 metros. Me relajé con el móvil y la tele hasta la hora de cenar. Bajé a tomar un piscolabis. El almuerzo motero había sido, como de costumbre, excesivo y no tenía mucho apetito.

Primera tormenta esquivada en este bonito viaje de cuatro porciones.

A la mañana siguiente me levanté temprano y, tras acoplar a la Viajera III la maleta que había subido a la habitación con la ropa y los útiles de aseo, nos pusimos en camino hacia Salamanca. Poco más de dos horas de autovía, mucho más aburrida que la N-234 de los días anteriores, pero también apetecible si se hace en moto. Había quedado con Lourdes,  la secretaria de la empresa para la que estaba realizando cursos formativos en aquella época. Desayunamos juntos al lado del Parador, en el bar La Casona, que hacían churros con chocolate. Desgraciadamente, este bar, según he podido a saber, es uno de los muchos que han echado el cierre a causa de la pandemia.

Tras el protocolario desayuno –yo con churros y ella con tostadas; supongo que para mantener el tipazo que tenía- y una amena charla sobre trabajo y viajes en moto, nos despedimos, continuando mi viaje a Córdoba.

Una nueva cita en Navalmoral de la Mata; más concretamente en El Gallo, un restaurante a pocos kilómetros de la localidad, con el mismo nombre que el Puticlub anexo.


 Allí había quedado con mi amigo Javier, que se acercó desde Oropesa; no la de Mar, sino la de Toledo, población cercana a Talavera de la Reina.

Llegué antes de la hora prevista (la una del mediodía). Pasé al bar para visitar a Roca y esperé a que llegara mi amigo, a quien había conocido en Mallorca mientras estuvo residiendo allí. Lo hizo unos diez minutos después que yo; él sí puntual. Nos dimos el abrazo correspondiente y empezamos a charlar, mientras deglutíamos el menú de camionero que ofrece el establecimiento.


En poco más de media hora el almuerzo estuvo resuelto y, tras una agradable, aunque breve sobremesa, nos despedimos sin saber para cuántos años en esta ocasión.

De nuevo iba jugando con las tormentas a carreras de resistencia. Había mirado la previsión metereológica por horas para Cáceres, Mérida y Zafra, localidades que debía bordear para llegar a Córdoba. Por todas ellas se anunciaban tormentas fuertes a partir de las cinco de la tarde; como las corridas de toros.

En menos de una hora dejaba a mi derecha Cáceres para, en otra y media, alejarme a buen ritmo de Zafra, ya en dirección a Córdoba por la N-432, que me permitiría entrar en la Sultana por Cerro Muriano, donde tantos reclutas españoles hicieron el “campamento” en el CIR (Centro de Instrucción de Reclutas) nº 5.

Al girar en Zafra hacia la izquierda para tomar dirección a Córdoba, pude ver que una masa de nubes negras intentaría cortarme el camino mientras yo me dirigía hacia el Este, apresurándose ellas en llegar al Sur. Así que, teniendo en cuenta las limitaciones de la carretera, le pedí a la Viajera que aligerase, porque no me apetecía terminar un viaje tan bonito como una sopa. Y tener que subir al piso de mi amigo Rafa dejando un reguero por la escalera.

Y así fue, una nueva chicuelina a la tormenta, que se ciñó al capote entre las Sierras de Hornachuelos y la de Andújar, rozándome el top case con el pitón izquierdo. 

Dejé la moto en la zona peatonal de la urbanización de mi amigo, con el antirrobo amarrando la rueda delantera al hierro que delimita el parterre, el bloqueo de manillar y la alarma conectada. “Es un barrio muy tranquilo”, me había dicho Rafael. Aun así, duermo mal cuando dejo la moto en la calle y las dos primeras noches no fueron la excepción, incluyendo un par de visitas de madrugada a la terraza para echarle un vistazo. Ni dios en la calle a esas horas.

Mientras me daba una ducha y me cambiaba de ropa descargó la lluvia, si bien a la capital no llegó el grueso de las precipitaciones, que debieron quedarse en los montes cercanos. Cuando acabó, bajé a disfrutar del fresquito que la tarde había dejado y de varios platos de caracoles en un kiosko-bar cercano, a razón de un tercio de cerveza con cada plato. No sería hasta el día siguiente que vería a mi hija. Compramos un casco para ella y realizamos varias excursiones preciosas:

Una a La Luisiana, para visitar la Churrería La Parada, propiedad de María Luisa, hermana de mi amigo Toño y tan graciosa e inteligente como él.









Otro día visitamos el castillo de Almodovar del Río, donde se rodaron algunas escenas de la mítica serie Juego de Tronos.


 
  
Y el pantano de la Breña, donde comimos en la terraza del Chiringuito El Mirador de la Breña, con unas vistas espectaculares. 


    El resto del tiempo lo dedicamos a pasear por Córdoba y darnos algún capricho gastronómico, como el rabo de toro estofado que nunca perdono cuando visito esta ciudad. 

Tras estos días felices con mi hija, tocaba dejar Córdoba y poner rumbo a Granada, donde pasaría otros pocos con José María, de quien no sabría decir si éramos más amigos que familia o viceversa. El caso es que siempre que nos escribíamos, desde jovencillos, porque solo coincidíamos en vacaciones en el pueblo original de una Mancha tórrida y polvorienta, el encabezamiento de la carta era, invariablemente, “Querido primo HERMANO”, para dar fe del cariño que nos tuvimos durante toda la vida.       

Mi primo llevaba años luchando con el alcoholismo, una enfermedad terrible que, como tantas otras, te roba el alma e impide que seas tú mismo, convirtiéndote en una especie de caricatura trágica. Desde hacía uno, tras recibir una llamada suya diciéndome que se moría, habíamos estado hablando todos y cada uno de los días, durante una hora o más en cada ocasión. Entre eso y alguna otra cosa que pude hacer por él y que no viene a cuento, seguía vivo y, lo más importante, con ganas de vivir, disfrutando de la vida. La ocasión era magnífica para retomar nuestras conversaciones, pero esta vez cara a cara, en directo, mirándonos a los ojos y transmitiendo todo lo que el lenguaje no-verbal es capaz de transmitir.

Paseamos, charlamos y bebimos… porque no podía dejar de hacerlo; si bien en cantidades mínimas: uno o dos vinos, una o dos cervezas al día, para evitar los temblores y la ansiedad.

Visitamos los lugares que tantas y tantas veces habíamos visitado juntos a lo largo de nuestra vida; nos sentamos en la plaza de María de Pineda, nos asomamos al Hotel Palacio de Santa Paula, a donde en más de una ocasión había llevado a sus enamoradas o había ido el solo por el puro capricho de darse ese lujo.

Granada hacía años que había quedado impregnada en mi corazón. Buena parte de la argamasa que la unió a mí para siempre, se amasó en la relación con mi querido Josemari.

Nos despedimos hasta el año siguiente, cuando pudiera volver por la península para hacer alguna otra ruta motera con mis amigos, pero no pudo ser. 

Queda el recuerdo permanente y algunos versos, fruto de la ausencia.

Al salir de Granada, en dirección a Guadix, por la A-92, hacía frío. Brillaba el sol y el cielo se vestía de un azul intenso, pero era muy temprano; poco más de las ocho. Quería llegar a Cehegín antes de mediodía, para visitar a mi amiga Ketty, una francesa que había conocido veinte años atrás, cuando asistió a una conferencia que dicté en el Auditorio de Murcia. Me preguntó algo, le contesté, le agradó la respuesta y me esperó a la salida para seguir charlando conmigo. Y así hasta ahora. Solo nos hemos visto en aquella ocasión y en otras tres más, incluyendo esta que menciono ahora, pero hemos mantenido la amistad.

Llegué, como tenía previsto, antes de las doce, tras una parada a eso de las diez para desayunar, repostar y descargar la vejiga; lo habitual.

Ketty y su marido me estaban esperando para bajar unos metros, por la calle Mayor, donde viven, hasta un pequeño bar donde querían invitarme a unos aperitivos, antes de comer en su casa.

 


Charlamos, comimos, disfrutamos la sobremesa y, a eso de las tres de la tarde, manifesté mi intención de seguir viaje en dirección Valencia, donde habría de coger el Ferry hasta Mallorca. Son poco más de tres horas de camino, pero la carretera estaba en obras porque construían nuevos tramos de autovía. Hasta enlazar con la autovía, la recordaba estrecha y con mucho tráfico de camiones. 


Así que no era cosa de entretenerse demasiado. Había previsto estar en Valencia a las 7 de la tarde, aún con luz del día, y poder tomar algo antes de embarcar, unas dos horas más tarde, fuera del puerto, en una zona a la que suelo acercarme, dando un paseo, cuando tengo oportunidad. Concretamente en este bar, donde me habían atendido bastante bien en otras ocasiones.

  Abandonaba Cehegín a las cuatro de la tarde y comenzaba mi última fase de aquella semana motera con rumbo a la ciudad del Turia. Curiosamente, aquella tarde no me había preocupado de la meteorología porque, supuestamente no habría tormentas, pero antes de llegar a Yecla, todavía por la N-344 empezó a llover y el cielo se volvía negro por momentos, así que paré en una pequeña gasolinera, en mitad de la nada, para abrir el top-case y ponerme el traje de agua. Es un mono de pvc que tiene más de treinta años y todavía da servicio. Lo único que le ha fallado ha sido uno de los cierres de la pernera izquierda, a la altura de la bota, lo cual no le impide para seguir siendo perfectamente estanco y diabólicamente complicado de poner sobre el pantalón y la chaqueta de goretex que no aguanta aguaceros fuertes. Me enfundé en mi viejo compañero de mil aventuras y continué camino.

 

E

Debían quedar poco más de cuarenta kilómetros, cuando paraba de nuevo en otra gasolinera, ya en la autovía, porque el horizonte en dirección a Valencia se había vuelto más negro que el futuro de la rubia en una película de miedo. Y lo peor no era eso, sino la cantidad de rayos que se dibujaban sobre tan sombrío tapiz.

Cuando me detuve, serían poco más de las seis y media de la tarde y ya parecía noche cerrada. Pasé al bar y me tomé un café, con la vana esperanza de que la nube terminara de cruzar mi línea de acercamiento a Valencia. Fue en vano. Aproximadamente a las 20:30, la tormenta, lejos de amainar, parecía arreciar y ya no podía esperar más o corría un riesgo más que evidente de perder el barco. Así que volví a abrocharme el mono de lluvia hasta la nuez, me puse los cubre botas y los cubre guantes que, en realidad eran (y son; aún siguen en el top-case) unos de fregar platos, lo suficientemente grandes como para poder meter dentro la mano con los de cuero ya incorporados. Será todo lo cutre que queráis, pero van de lujo. El propietario de este blog los bautizó, hace ya muchos años, en un también glorioso viaje a Denia con complejo de submarinos, como guantes de “fregatex”.

Y de esta guisa me dirigí a la madre de todas las tormentas. Ya he dejado claro que procuro evitarlas, por lo que ésta, necesariamente, era la única y más grandiosa que jamás había atravesado de lleno.

Conforme me acercaba a Valencia, llovía cada vez más fuerte y caían más rayos. La tentación de ir despacio la superé en cuanto me di cuenta de que podía ser más peligroso que mantener un buen ritmo, si me quedaba encajonado entre los coches. Así pues, iba adelantando a todo bicho viviente que circulaba por una autovía completamente anegada de agua. La Viajera parecía una lancha, más que una moto y a pesar de que el cerebro me advertía de lo peligroso que es circular en estas circunstancias con un tráfico denso por todas partes, el corazón me transmitía una gran seguridad, por lo que, aunque parezca mentira, seguía disfrutando encima de mi moto.

Cuando llegaba a la circunvalación que me habría de llevar hasta el puerto marítimo, amainó el aguacero y, cuando aparqué en la terminal de Balearia, apenas caían cuatro gotas. Faltaba solo un cuarto de hora para dar comienzo el embarque, que se realizó sin más dilación.

Una vez asegurada la moto en la bodega del Ferry, subí a la cubierta del bar y decidí regalarme una buena cena de camionero, como recompensa al esfuerzo y como celebración por haber llegado sano y salvo.

Nunca contrato camarote cuando realizo estas travesías, por lo que, tras la cena, me acomodé en una de las butacas y me quedé dormido, viendo alguna de las películas que suele poner la naviera.

No se duerme bien de esta manera, pero en tres o cuatro cabezadas largas, te encuentras entrando en el puerto de Palma y comienzas a recomponerte para bajar a por la burra en cuanto te lo permiten.


Hay poco tráfico a las seis de la mañana en Palma. Sales entre manadas de camiones y en poco más de media hora, estás en casa. Descargas el equipaje y te dejas en la mochila el recuerdo de todos los buenos momentos vividos en poco más de ocho días, con el anhelo de repetir lo antes posible.

 

 

lunes, 19 de abril de 2021

1ª RIDER 400 MADRID. Así lo hicimos

 

 

 


 

 

 1ª RIDER 400 MADRID

Así lo hicimos

Un reportaje de Route 1963

 

       

 

      En tiempos de crisis sanitaria y severas restricciones geográficas a la movilidad, si quieres seguir andando en moto, te tienes que reiventar. ¿Una ruta de 400 kms. a través de la Comunidad de Madrid en una sola jornada? ¡Menuda tontería, habiendo otras rutas mucho mas interesantes!  Las hay, pero mientras no se levanten los cierres perimetrales autonómicos y se recupere la libre circulación a través de todo el territorio nacional, restringida todavía a causa de la pandemia de Covid-19, las únicas rutas que puedes hacer se limitan a las que transcurran exclusivamente por el interior de tu comunidad autónoma. Y, mala suerte, la de Madrid es relativamente pequeña (unos 8.000 kms. cuadrados), y no precisamente una de las más interesantes paisajística ni geográficamente hablando. Y peor aún, cuando llevas residiendo en esta comunidad toda la vida, has recorrido tantas veces casi todas sus carreteras y visitado casi todos sus pueblos, que ya resulta carente de emoción y hasta tedioso volver a hacerlo una vez más. Por último, vayas adonde vayas dentro de su territorio, vas a encontrar decenas de miles de coches y de domingueros -aunque sea martes- por todas partes. 

      Pero es esto, o es nada, así que, si no puede haber novedad y calidad en una ruta, por lo menos que haya cantidad de kilómetros, y digamos que 400 en plan de modesto reto están bien, no son muchos ni pocos, solo los suficientes como para pasar un día entretenido encima de la moto y que te de un poco el aire sin cansarte demasiado. Una vez tomada la decisión de afrontar este intrascendente desafío, es el momento de trazarlo en el mapa, fijar una fecha, diseñar un logotipo ilustrativo para darle más empaque al asunto, estamparlo en una camiseta conmemorativa, cargar las cámaras de video y las baterías de reserva, y echarse a la carretera a disfrutar, en la medida de lo posible, ya sea solo o acompañado.

 


 

    


      De unos años a esta parte se han vuelto muy populares en España unos eventos moteros de resistencia, no competitivos, que consisten en recorrer hasta 1.000 kms. de curvas por carreteras secundarias en una sola jornada (a veces más de 24 horas encima de la moto), y que constituyen auténticos desafíos físicos a los que se apuntan miles de participantes en cada edición. Por citar solo alguno de ellos, con su correspondiente enlace, mencionaré Penitentes, RodiBook y Rider 1000/Rider 500, siendo estas dos últimas en las que se inspira el nombre de la ruta por mí diseñada, aunque aquí empiecen y terminen todas sus coincidencias y  similitudes. Además, no vamos a descubrir a estas alturas que todo o casi todo está inventado, de modo que poco después de realizar mi ruta privada y particular, la RIDER 400 MADRID en su 1ª edición, tuve noticias de que un motoclub madrileño ya había organizado y realizado con carácter público una ruta similar por la Comunidad de Madrid unas semanas antes, aunque con un recorrido total de 600 kms. y la posibilidad y recomendación de los organizadores de llevarla a cabo en dos jornadas, para mayor disfrute y menor desgaste físico de los participantes. 

 


    

      Pero dejémonos de preámbulos y entremos en materia. Trataré de ser breve (otra cosa será que lo consiga), porque el contenido principal de esta entrada del blog es el video recopilatorio de la ruta, THE MOVIE, que resume en apenas ocho minutos las muchas horas de grabación que realicé durante la jornada, y esto hace del todo innecesario extenderse  en el texto. En todo caso referiré que salgo en solitario de Madrid capital a las 12 horas y que me hago trampas ya desde el principio -fue la única de toda la ruta-, pues obvio el recorrido entre Fuente el Saz del Jarama y Torrelaguna por carreteras secundarias y la N-320, para ganar tiempo directamente por la autovía A-1. Un pecado venial, considerando que ese trayecto de unos 50 kms. no tiene excesivo interés y está salpicado de rotondas. Antes de abandonar la autovía y tomar el desvío hacia Torrelaguna, me detuve en un área de servicio a preparar tarjetas de memoria, baterías, mandos a distancia y cámaras de video para las grabaciones. Para no demorarme más, decido no repostar aquí, pues con medio depósito de combustible tengo autonomía suficiente para recorrer casi 200 kms. a un ritmo relajado, que es el requerido por el itinerario, las carreteras de la ruta y, sobre todo y más importante, por mi estado de ánimo.



      

      Y así, tranquilamente, voy saboreando kilómetros, primero por el valle del Lozoya y sus agrestes paisajes de montaña salpicados de presas y embalses -la denominada sierra pobre de Madrid-, un entorno geográfico muy atractivo tanto para moteros, que coincido con unos cuantos en la carretera y muchos más sentados en las terrazas de los bares de los pueblos, como para ciclistas, no siempre circulando con la prudencia que sería necesaria, como para domingueros, y estos los encuentro por miles, a pesar de tratarse de un martes laborable, como queda dicho. En este trayecto cubro el primer centenar de kilómetros de la ruta, y después de un rápido enlace por la autovía A-1 desde Lozoyuela, me planto en Canencia, en donde hago una breve parada para fumar y fotografiar la moto junto a un viejo carro ornamental situado a la salida del pueblo. Y a continuación, el ascenso al puerto de Canencia, única dificultad montañosa de la jornada -como se diría en el argot ciclista-, y en verdad más difícil y peligroso de lo que recordaba, por lo menos veinticinco años después de haberlo recorrido en moto por última vez, aunque en sentido inverso desde Miraflores. El puerto es el mismo de entonces, indudablemente, lo que sucede es que yo he debido de perder con la edad muchas facultades. Los domingueros proliferan por aquí como las setas en temporada, y hay centenares de coches aparcados por todas partes, invadiendo cunetas, pinares, praderas y senderos. No soy un furibundo ecologista, pero tal invasión me parece muy desagradable y rompe todo el encanto natural de estos parajes de montaña.

 


      Miraflores de la Sierra ya se percibe como un pueblo próspero y elegante en la que cabe considerar como sierra rica de Madrid, por contraste con la sierra pobre antes mencionada. A partir de aquí el relieve se suaviza, escasean las curvas y se imponen las largas rectas que llevan hasta Soto del Real y Manzanares el Real, en donde el tránsito de vehículos se vuelve particularmente intenso. No cabe duda de que esta es la sierra preferida por los madrileños. Después van cayendo los aburridos kilómetros hasta Cerceda, Becerril de la Sierra, Collado Mediano y Guadarrama, en donde hago una nueva parada para repostar combustible y tomar un refresco y un bocadillo de tortilla de patata que traía de casa, no por economía, sino porque estaba más apetitoso que cualquier otro que hubiera podido comprar, y para no perder tiempo. Veo en el teléfono móvil una llamada perdida de Miguel y un mensaje de texto en donde me pregunta por mi ubicación. Le devuelvo la llamada y quedamos cuarenta minutos más tarde en una gasolinera a la salida de Valdemorillo, km. 200, mitad exacta de la ruta. Me acompañará en la otra media, si estoy dispuesto a finalizarla, porque en ese momento ya me invade la pereza y el hastío, y soy capaz de abandonar sin completarla. En todo caso, nada ni nadie me obliga. 

      Procedo a un cambio de las cámaras de video, sustituyendo la que llevaba en el casco, ya con las dos baterías agotadas, por la que coloco en el manillar de la moto, que graba a través de parte de la cúpula, lo que ofrece una perspectiva diferente de la carretera. Sé que no saldran unos videos excelentes, y ello por muchos motivos de los que hablaré detenidamente en otra ocasión, pero tampoco me dedico a esto con el debido rigor técnico ni el empeño que serían necesarios. Venciendo la pereza y el ligero cansancio que me invaden -siempre te encuentras más cansado bajado de la moto que cuando te vuelves a subir-, me sobrepongo y reanudo la marcha. El día continúa como comenzó, con el cielo gris y plomizo, pero con una temperatura muy agradable que ronda los 18 grados y sin la menor amenaza de lluvia. De haber salido el sol, seguramente habría apretado fuerte, haciendo la ruta más incómoda. Trayecto rutinario por las largas rectas atestadas de coches hasta San Lorenzo del Escorial y El Escorial (también conocidos popularmente como El Escorial de arriba, y El Escorial de abajo, respectivamente). En la gasolinera convenida de Valdemorillo ya me espera Miguel. Saludos efusivos, unos minutos de conversación y a proseguir con la mitad restante de la ruta. Parece que con este nuevo aliciente de rodar en compañía sí estoy decidido a terminarla, aun considerando que esta segunda parte no se presenta tan atractiva como la primera.  

 

      Brunete, Navalcarnero, Griñón, El Álamo, Batres, Torrejón de la Calzada, Torrejón de Velasco, Ciempozuelos. Atravesamos el denominado Gran Sur de Madrid, árido territorio industrial carente de cualquier interés. Más tarde cruzamos el nuevo puente de hierro de Titulcia sobre el río Jarama, ya en la comarca de Las Vegas, en lo que yo he venido a denominar como la Ruta del Madrid Manchego, por las grandes similitudes orográficas, agrícolas y culturales de este territorio con las de las de su vecino castellano y fronterizo del sur, La Mancha auténtica. A la entrada de Chinchón hacemos una breve pausa para el cambio de batería de la cámara y seguimos hasta Belmonte, Villamanrique y Fuentidueña (los tres del Tajo), rodando por estrechas y solitarias carreteras terciarias, con pésimo firme definitivamente abandonado a su suerte. Otra zona pobre de la Comunidad de Madrid, aunque no sea reconocida como tal ni popular ni administrativamente, y con el agravante de que aquí no hay sierras, valles ni bosques, sino solo una interminable llanura de secano que se confunde con el horizonte. Y, sin embargo, todavía es posible encontrarle a este paisaje desolado alguna magia, algún embrujo, alguna emoción. El totalizador parcial de mi moto indica los 300 kilómetros sobrados y hay que rematar la ruta, ahora ya sin excusas.



      Dejamos atrás Fuentidueña de Tajo y las ruinas pétreas de su viejo castillo, cruzamos la autovía A-3, y tomamos otra estrecha y destartalada carretera local -pero muy revirada y entretenida-, que nos llevará hasta Valdaracete, y posteriormente por vías más anchas y acondicionadas, aunque igualmente sinuosas y propias para divertirse con la moto, llegaremos hasta Carabaña, Orusco de Tajuña y Villar del Olmo, pueblo este último de cierto pintoresquismo, que quizá merecería una visita más demorada. Viramos luego al oeste, hacia Camporreal, Arganda y Madrid, mero trámite final de la ruta sin ningún atractivo destacable. Una última parada en una gasolinera a escasos kilómetros de la autovía A-3, en donde Miguel me invita a un café y a una napolitana -muchas gracias, compañero- y nos despedimos hasta la siguiente oportunidad, que esperamos sea muy próxima. 



      

      Cuando dejo la moto en el garaje a las 20'54 horas, el parcial marca 401.0 kms. Bueno, después de todo la ruta no ha estado mal, más entretenida de lo que pensaba, dadas las circunstancias. Ha sido una larga jornada muy original, he conocido sitios nuevos, he disfrutado, he superado este sencillo reto que me había propuesto, y eso es lo único importante. ¿Merecería la pena una 2ª edición, más adelante, modificando algunas partes del recorrido? Sin duda, creo que sí, incluso planteando una nueva ruta madrileña de 500 ó 600 kilómetros. Pero, a ser posible, prefiero volver a rodar y hacer miles de kilómetros por otras carreteras de España en cuanto se levanten los cierres perimetrales autonómicos que nos ha traido esta maldita pandemia.