Un reportaje de Julián García Camacho
La Madre
Naturaleza se comporta a veces como una madrastra de Disney y te mata con el
pretexto de un tsunami, un terremoto o un huracán.
Las tormentas
son un formato meteorológico que nunca me ha hecho puñetera gracia a la hora de
viajar en moto. Es sabido que un vehículo cerrado, como un coche, te protege de
los rayos actuando, de facto, como una jaula de Faraday: deriva la electricidad
a tierra, sin que los ocupantes sufran descarga alguna. Sin embargo, en un
vehículo abierto, como es la motocicleta, que te parta un rayo o no, es más
cosa del azar y del cálculo de probabilidades que de otra cosa.
Por eso las he
evitado siempre que ha sido posible, demorando el viaje un tiempo, hasta que
pasara el concierto de los relámpagos, o adelantando ruta para llegar a destino
antes que las nubes negras.
Sin embargo,
la primavera de 2018, a finales del mes de abril, habría de protagonizar la
excepción que confirmaría esta regla, llegando a Valencia en medio de un
aguacero y de una tormenta eléctrica de las que hacen época. Cómo acabé en esa
situación que tanto empeño pongo siempre en evitar, se desvelará al final de
esta crónica, sobre un viaje que serían cuatro en realidad: de Sagunto a
Burgos, por la N-234 con mis amigos de las Rutas Históricas, de Burgos a
Córdoba para ver a mi hija, de visita en casa de su madre, de Córdoba a Granada
para ver por última vez (entonces no lo sabía, claro está) a mi primo HERMANO,
José María; insigne profesor de Griego Clásico en la Universidad de Granada. Y
más tarde a Cehegín, en Murcia, para comer con mi amiga Ketty y de allí partir
hasta Valencia, para embarcar por la noche de vuelta a Mallorca.


Había quedado
con mis colegas moteros, amantes de las rutas históricas, en Puerto de Sagunto.
Hicimos la travesía de la N-234, evitando todo lo posible tramos de autovía,
como es nuestra costumbre.
Poco más de 500 kilómetros, que hoy día se hacen en
cinco horas, para los que empleamos dos jornadas completas.
Las paradas, los aperitivos,
las fotografías conmemorativas que luego ilustran el libro de la Ruta, una vez
concluida, los cigarrillos de los fumadores, los repostajes, las evacuaciones
acuosas y el disfrutar de cada tramo, de cada curva y de cada pueblo,
justifican sobradamente el tiempo que empleamos en cada una de estas reuniones
moteras.
Una vez
llegamos a las inmediaciones de la ciudad de Cid, realizamos la parada de rigor
para almorzar y, después de muchas risas y camaradería motera a raudales, me
despedí de mis compañeros, precisamente porque el tiempo anunciaba tormentas
vespertinas por la zona donde había decidido pernoctar, antes de tomar ruta a
Córdoba para ver a mi hija. No sin antes realizar una visita de cortesía, que
ya comentaré, en la preciosa ciudad de Salamanca.

Como no tengo
GPS en la moto, ni ganas de instalarlo, memoricé cómo alcanzar la A-62 que
habría de llevarme hasta la capital salmantina, donde había reservado
habitación en un motel de carretera. Pero mi memoria o mi atención a los
diferentes cruces y desvíos no fue todo lo eficaz que cabía esperar y me perdí.
Me pasa mucho. De pronto estaba circulando por una carretera preciosa, pero la
ubicación del sol me dio a entender que no me llevaba en la dirección adecuada.
Aprovechando que, en un stop, paró a mi lado una pareja muy joven, que estaban
haciendo el rodaje a su montura, una Honda de media cilindrada, les pregunté
cómo llegar a la Autovía de Burgos en dirección sur. Me informaron muy
amablemente y tomé la dirección correcta.
Las vueltas
que di y el rodeo consecuente para retomar la ruta, me retrasaron en relación
al cálculo que había hecho para evitar la tormenta y unas nubes poco amistosas
empezaron a crecer en vertical con cada vez más prisa por volverse negras.
Cuando llegué
al área de servicio donde se encontraba el hotel, me vino justo para hacer la
reserva y acceder al parking. Cuando entraba en él ya empezaban a caer esos
goterones, preludio del diluvio, que un antiguo vecino mío describía como
“duros del tío asentáo”, aquellas monedas, en tiempos de la peseta, que valían
unos céntimos –no recuerdo cuántos- y mostraban en su cara la imagen de una
figura sentada. En mi pueblo les llamaban “patacones”, tal vez por
reminiscencias de indianos que trajeron las así llamadas desde Argentina.
Lo que tardé
en descargar la moto y llegar a la habitación fue tiempo suficiente para que el
cielo se viniera abajo, con una manta de agua que no permitía ver ni la
gasolinera que estaba a menos de 100 metros. Me relajé con el móvil y la tele
hasta la hora de cenar. Bajé a tomar un piscolabis. El almuerzo motero había sido,
como de costumbre, excesivo y no tenía mucho apetito.
Primera
tormenta esquivada en este bonito viaje de cuatro porciones.
A la mañana
siguiente me levanté temprano y, tras acoplar a la Viajera III la maleta que
había subido a la habitación con la ropa y los útiles de aseo, nos pusimos en
camino hacia Salamanca. Poco más de dos horas de autovía, mucho más aburrida
que la N-234 de los días anteriores, pero también apetecible si se hace en moto.
Había quedado con Lourdes, la secretaria
de la empresa para la que estaba realizando cursos formativos en aquella época.
Desayunamos juntos al lado del Parador, en el bar La Casona, que hacían churros
con chocolate. Desgraciadamente, este bar, según he podido a saber, es uno de
los muchos que han echado el cierre a causa de la pandemia.
Tras el protocolario
desayuno –yo con churros y ella con tostadas; supongo que para mantener el
tipazo que tenía- y una amena charla sobre trabajo y viajes en moto, nos despedimos,
continuando mi viaje a Córdoba.
Una nueva cita
en Navalmoral de la Mata; más concretamente en El Gallo, un restaurante a pocos
kilómetros de la localidad, con el mismo nombre que el Puticlub anexo.


Allí había
quedado con mi amigo Javier, que se acercó desde Oropesa; no la de Mar, sino la
de Toledo, población cercana a Talavera de la Reina.
Llegué antes
de la hora prevista (la una del mediodía). Pasé al bar para visitar a Roca y
esperé a que llegara mi amigo, a quien había conocido en Mallorca mientras estuvo residiendo allí. Lo hizo unos diez minutos después que yo; él sí puntual.
Nos dimos el abrazo correspondiente y empezamos a charlar, mientras deglutíamos
el menú de camionero que ofrece el establecimiento.
En poco más de
media hora el almuerzo estuvo resuelto y, tras una agradable, aunque breve
sobremesa, nos despedimos sin saber para cuántos años en esta ocasión.
De nuevo iba
jugando con las tormentas a carreras de resistencia. Había mirado la previsión
metereológica por horas para Cáceres, Mérida y Zafra, localidades que debía
bordear para llegar a Córdoba. Por todas ellas se anunciaban tormentas fuertes
a partir de las cinco de la tarde; como las corridas de toros.
En menos de
una hora dejaba a mi derecha Cáceres para, en otra y media, alejarme a buen
ritmo de Zafra, ya en dirección a Córdoba por la N-432, que me permitiría
entrar en la Sultana por Cerro Muriano, donde tantos reclutas españoles hicieron
el “campamento” en el CIR (Centro de Instrucción de Reclutas) nº 5.
Al girar en
Zafra hacia la izquierda para tomar dirección a Córdoba, pude ver que una masa
de nubes negras intentaría cortarme el camino mientras yo me dirigía hacia el
Este, apresurándose ellas en llegar al Sur. Así que, teniendo en cuenta las
limitaciones de la carretera, le pedí a la Viajera que aligerase, porque no me
apetecía terminar un viaje tan bonito como una sopa. Y tener que subir al piso
de mi amigo Rafa dejando un reguero por la escalera.
Y así fue, una
nueva chicuelina a la tormenta, que se ciñó al capote entre las Sierras de
Hornachuelos y la de Andújar, rozándome el top case con el pitón izquierdo.
Dejé la moto
en la zona peatonal de la urbanización de mi amigo, con el antirrobo amarrando
la rueda delantera al hierro que delimita el parterre, el bloqueo de
manillar y la alarma conectada. “Es un barrio muy tranquilo”, me había dicho
Rafael. Aun así, duermo mal cuando dejo la moto en la calle y las dos primeras
noches no fueron la excepción, incluyendo un par de visitas de madrugada a la
terraza para echarle un vistazo. Ni dios en la calle a esas horas.
Mientras me
daba una ducha y me cambiaba de ropa descargó la lluvia, si bien a la capital
no llegó el grueso de las precipitaciones, que debieron quedarse en los montes
cercanos. Cuando acabó, bajé a disfrutar del fresquito que la tarde había
dejado y de varios platos de caracoles en un kiosko-bar cercano, a razón de un
tercio de cerveza con cada plato. No sería hasta el día siguiente que vería a
mi hija. Compramos un casco para ella y realizamos varias excursiones
preciosas:
Una a La
Luisiana, para visitar la Churrería La Parada, propiedad de María Luisa,
hermana de mi amigo Toño y tan graciosa e inteligente como él.


Otro día
visitamos el castillo de Almodovar del Río, donde se rodaron algunas escenas de
la mítica serie Juego de Tronos.
Y el pantano de la Breña, donde comimos en la terraza del Chiringuito El Mirador de la Breña, con unas vistas espectaculares.
El resto del tiempo lo dedicamos a pasear por Córdoba y darnos algún capricho gastronómico, como el rabo de toro estofado que nunca perdono cuando visito esta ciudad.
Tras estos días felices con mi hija, tocaba dejar Córdoba y poner rumbo a Granada, donde pasaría otros pocos con José María, de quien no sabría decir si éramos más amigos que familia o viceversa. El caso es que siempre que nos escribíamos, desde jovencillos, porque solo coincidíamos en vacaciones en el pueblo original de una Mancha tórrida y polvorienta, el encabezamiento de la carta era, invariablemente, “Querido primo HERMANO”, para dar fe del cariño que nos tuvimos durante toda la vida.
Mi primo llevaba años luchando con el alcoholismo, una enfermedad terrible que, como tantas otras, te roba el alma e impide que seas tú mismo, convirtiéndote en una especie de caricatura trágica. Desde hacía uno, tras recibir una llamada suya diciéndome que se moría, habíamos estado hablando todos y cada uno de los días, durante una hora o más en cada ocasión. Entre eso y alguna otra cosa que pude hacer por él y que no viene a cuento, seguía vivo y, lo más importante, con ganas de vivir, disfrutando de la vida. La ocasión era magnífica para retomar nuestras conversaciones, pero esta vez cara a cara, en directo, mirándonos a los ojos y transmitiendo todo lo que el lenguaje no-verbal es capaz de transmitir.
Paseamos, charlamos y bebimos… porque no podía dejar de hacerlo; si bien en cantidades mínimas: uno o dos vinos, una o dos cervezas al día, para evitar los temblores y la ansiedad.
Visitamos los lugares que tantas y tantas veces habíamos visitado juntos a lo largo de nuestra vida; nos sentamos en la plaza de María de Pineda, nos asomamos al Hotel Palacio de Santa Paula, a donde en más de una ocasión había llevado a sus enamoradas o había ido el solo por el puro capricho de darse ese lujo.
Granada hacía años que había quedado impregnada en mi corazón. Buena parte de la argamasa que la unió a mí para siempre, se amasó en la relación con mi querido Josemari.
Nos despedimos hasta el año siguiente, cuando pudiera volver por la península para hacer alguna otra ruta motera con mis amigos, pero no pudo ser.
Queda el recuerdo permanente y algunos versos, fruto de la ausencia.
Al salir de Granada, en dirección a Guadix, por la A-92, hacía frío. Brillaba el sol y el cielo se vestía de un azul intenso, pero era muy temprano; poco más de las ocho. Quería llegar a Cehegín antes de mediodía, para visitar a mi amiga Ketty, una francesa que había conocido veinte años atrás, cuando asistió a una conferencia que dicté en el Auditorio de Murcia. Me preguntó algo, le contesté, le agradó la respuesta y me esperó a la salida para seguir charlando conmigo. Y así hasta ahora. Solo nos hemos visto en aquella ocasión y en otras tres más, incluyendo esta que menciono ahora, pero hemos mantenido la amistad.
Llegué, como tenía previsto, antes de las doce, tras una parada a eso de las diez para desayunar, repostar y descargar la vejiga; lo habitual.
Ketty y su marido me estaban esperando para bajar unos metros, por la calle Mayor, donde viven, hasta un pequeño bar donde querían invitarme a unos aperitivos, antes de comer en su casa.

Charlamos, comimos, disfrutamos la sobremesa y, a eso de las tres de la tarde, manifesté mi intención de seguir viaje en dirección Valencia, donde habría de coger el Ferry hasta Mallorca. Son poco más de tres horas de camino, pero la carretera estaba en obras porque construían nuevos tramos de autovía. Hasta enlazar con la autovía, la recordaba estrecha y con mucho tráfico de camiones.
Así que no era cosa de entretenerse demasiado. Había previsto estar en Valencia a las 7 de la tarde, aún con luz del día, y poder tomar algo antes de embarcar, unas dos horas más tarde, fuera del puerto, en una zona a la que suelo acercarme, dando un paseo, cuando tengo oportunidad. Concretamente en este bar, donde me habían atendido bastante bien en otras ocasiones.
Abandonaba Cehegín a las cuatro de la tarde y comenzaba mi última fase de aquella semana motera con rumbo a la ciudad del Turia. Curiosamente, aquella tarde no me había preocupado de la meteorología porque, supuestamente no habría tormentas, pero antes de llegar a Yecla, todavía por la N-344 empezó a llover y el cielo se volvía negro por momentos, así que paré en una pequeña gasolinera, en mitad de la nada, para abrir el top-case y ponerme el traje de agua. Es un mono de pvc que tiene más de treinta años y todavía da servicio. Lo único que le ha fallado ha sido uno de los cierres de la pernera izquierda, a la altura de la bota, lo cual no le impide para seguir siendo perfectamente estanco y diabólicamente complicado de poner sobre el pantalón y la chaqueta de goretex que no aguanta aguaceros fuertes. Me enfundé en mi viejo compañero de mil aventuras y continué camino.
E
Debían quedar
poco más de cuarenta kilómetros, cuando paraba de nuevo en otra gasolinera, ya en la autovía, porque el horizonte en dirección a Valencia se había vuelto
más negro que el futuro de la rubia en una película de miedo. Y lo peor no era
eso, sino la cantidad de rayos que se dibujaban sobre tan sombrío tapiz.
Cuando me detuve, serían poco más de las seis y media de la tarde y ya parecía noche
cerrada. Pasé al bar y me tomé un café, con la vana esperanza de que la nube
terminara de cruzar mi línea de acercamiento a Valencia. Fue en vano.
Aproximadamente a las 20:30, la tormenta, lejos de amainar, parecía arreciar y
ya no podía esperar más o corría un riesgo más que evidente de perder el barco.
Así que volví a abrocharme el mono de lluvia hasta la nuez, me puse los cubre
botas y los cubre guantes que, en realidad eran (y son; aún siguen en el top-case) unos
de fregar platos, lo suficientemente grandes como para poder meter dentro la
mano con los de cuero ya incorporados. Será todo lo cutre que queráis, pero van
de lujo. El propietario de este blog los bautizó, hace ya muchos años, en un
también glorioso viaje a Denia con complejo de submarinos, como guantes de
“fregatex”.
Y de esta guisa
me dirigí a la madre de todas las tormentas. Ya he dejado claro que procuro evitarlas, por
lo que ésta, necesariamente, era la única y más grandiosa que jamás había
atravesado de lleno.
Conforme me
acercaba a Valencia, llovía cada vez más fuerte y caían más rayos. La tentación
de ir despacio la superé en cuanto me di cuenta de que podía ser más peligroso
que mantener un buen ritmo, si me quedaba encajonado entre los coches. Así pues,
iba adelantando a todo bicho viviente que circulaba por una autovía
completamente anegada de agua. La Viajera parecía una lancha, más que una moto
y a pesar de que el cerebro me advertía de lo peligroso que es circular en
estas circunstancias con un tráfico denso por todas partes, el corazón me
transmitía una gran seguridad, por lo que, aunque parezca mentira, seguía
disfrutando encima de mi moto.
Cuando llegaba
a la circunvalación que me habría de llevar hasta el puerto marítimo, amainó el
aguacero y, cuando aparqué en la terminal de Balearia, apenas caían cuatro gotas.
Faltaba solo un cuarto de hora para dar comienzo el embarque, que se realizó
sin más dilación.
Una vez
asegurada la moto en la bodega del Ferry, subí a la cubierta del bar y decidí
regalarme una buena cena de camionero, como recompensa al esfuerzo y como
celebración por haber llegado sano y salvo.
Nunca contrato
camarote cuando realizo estas travesías, por lo que, tras la cena, me acomodé
en una de las butacas y me quedé dormido, viendo alguna de las películas que
suele poner la naviera.
No se duerme
bien de esta manera, pero en tres o cuatro cabezadas largas, te encuentras
entrando en el puerto de Palma y comienzas a recomponerte para bajar a por la
burra en cuanto te lo permiten.
Hay poco
tráfico a las seis de la mañana en Palma. Sales entre manadas de camiones y en
poco más de media hora, estás en casa. Descargas el equipaje y te dejas en la
mochila el recuerdo de todos los buenos momentos vividos en poco más de ocho
días, con el anhelo de repetir lo antes posible.