jueves, 25 de febrero de 2021

BENEMÉRITOS EN LA NIEBLA. Una sorprendente aparición

 



BENEMÉRITOS EN LA NIEBLA

Una sorprendente aparición

 

Por Fernando de la Cuadra  


      Esta aventura, por llamarla de algún modo, ocurrió en la primavera de 2009. Poco antes había estrenado mi flamante carnet de conducir A1, y como excusa de la crisis de los cuarenta, me había comprado una (para mí) maravillosa Kymco Venox de 250 CC. Bonita, muy bonita. Potente… eso ya menos. 26 caballitos para una dos y medio no están mal, el problema es que tenía que arrastrar a un tipo de 120 kg en canal, y eso ya… Los 120 los cogía, sí. A todo puño, oiga. Y las cuestas arriba…. eso ya es otra cosa. Con el viento de culo llegué a ponerla a 145 de marcador. Que ya sería menos, seguro. Por lo menos las multas en autovía no me preocupaban.

      
      En ese 2009 al que hago referencia, cambié de trabajo. Mejor dicho, me hicieron cambiar de trabajo. Me incorporé en una empresa situada en Ontinyent, y yo tele trabajaba desde Madrid. Pero muy frecuentemente iba hasta Ontinyent. Normalmente en tren, pero si el tiempo lo permitía, en moto. Eran 450 km en una 250… sí, lo hacía, y me encantaba. Cinco horas de puerta a puerta, contando cigarritos. Sin embargo, la meteorología es muy caprichosa. Demasiado. Un día, volviendo a Madrid con mi Venox, supe lo que era pasar miedo. Mi recorrido típico era la CV-40 (Ahora A-7) hasta la A-35. Cuando se acababa la A-35, enganchaba con la A-31. Y cuando se me volvía a acabar la A-31, la A-3 hasta Madrid.

 


 

      En la A-35, justo antes del puerto de Almansa hay un bar típico de carretera, con estación de servicio, en Font de la Figuera. Era mi primera parada de café y cigarro antes de llegar a otra paradita en Albacete. Sin embargo ese día la parada tuvo un componente curioso. Pegada a la ladera del puerto, había una nube que asustaba. Caía, desde la meseta, una densa niebla que parecía querer desafiarme para subir el puerto. El puerto no era gran cosa, 692 metros de altura oficialmente, partiendo desde unos 550 metros. 150 metros de altura de puerto no es el Tourmalet, por supuesto, pero en una 250 ya costaba. Y encima con niebla…


      Subí a la moto convencido de que sería una nubecilla, y que una vez llegara a Almansa, a 20 kilometrillos, todo cambiaría. Iluso de mí.
Una vez que empezaron las primeras rampas, la niebla se me echó encima. Había mucho menos de 100 metros de visibilidad, y empecé a asustarme. El velocímetro, que aguantaba los 90 subiendo el puerto, no conseguía pasar de 80. La estampa empezó a asustarme: sin mucha visibilidad, en una zona con niebla y yo a 80…. Los coches me adelantaban a sus 100/120, lo que significa entre 20 y 30 km/h de diferencia. Pensaba qué pasaría si a alguno no le daba tiempo a frenar. Evidentemente no tenía antiniebla. Así que me la inventé: apreté ligerísimamente el freno, de manera que no me retuviera demasiado pero se encendiera el piloto de freno. Mejoraba que me vieran, pero ¡ay!, la velocidad caía a 70.

 


      Creo que estaba más pendiente de los retrovisores que de la carretera por delante. Era un juego a tres bandas: frente, espejo derecho, espejo izquierdo y vuelta a empezar. Y por si fuera poco, la visera del casco empezaba a acusar los efectos de la niebla. Poco a poco la visión comenzaba a ser defectuosa, y sin un sitio decente para parar y limpiar. Y el arcén no era una posibilidad, y por si se me ocurría, la Venox no llevaba luces de emergencia. ¿Qué más podía pasar?


      Pues cuando crees que todo va mal, puede ir a peor, sí. De repente, veo por el retrovisor que se acercan dos motos. Pero no dos motos cualquiera. Dos motos de esas que llevan una luz azul. ¡Una pareja de la Guardia Civil! En ese instante (un par de segundos, como mucho), hice un rápido repaso de la situación. ¿Habré superado algún límite de velocidad? Lo dudo, cuesta arriba. ¿Llevo la documentación de la moto? Sí, siempre va en el bolsillo de la chaqueta. ¿Llevo el carnet de conducir? Eso espero... Por lo menos acabamos de coronar el puerto. Con lo cual, aunque ya pueda tirar al no haber cuesta, no quiero retorcer mucho la oreja, no veo bien.

 



      Mientras repasaba mi situación administrativa, me adelanta una de las motos. Claro, ya podréis, cabrones, con la burraca que lleváis. Poco a poco se aleja de mí, y veo que el otro miembro de la pareja no me adelanta y se queda detrás. No lo entiendo. El que me había adelantado veo que reduce la velocidad y se queda delante de mí. Perfecto, ahora me paran. Pero, chavales, ¿no véis que es peligroso? Pues no, no querían que me parara. El que iba delante me hace una señal con la mano para que tire. Miro por el retrovisor, y el que tengo detrás, me hace lo mismo. ¡Me van a escoltar! Ole, así se hace, señores. Puño a tope y a olvidarme de la carretera: allí donde vaya la lucecita azul, iré yo. Y si viene alguien, verá la lucecita azul del de detrás. 


      A la altura de Villar de Chinchilla, la niebla empezó a disiparse. Hasta que, de golpe, desapareció. En ese momento las dos motos aceleraron y se perdieron en la bajada a Albacete. Ya no pude más que darle un par de ráfagas como agradecimiento, y parar en el primer bar que encontré a tranquilizarme un poco. ¡Vaya sesenta kilómetros más intensos! Me senté en la terraza de un barecito de la carretera, y me pedí una coca cola. Según se iba la chica, le grité: ¡No! En vez de coca cola traeme un doble de cerveza. La cara de la camarera era curiosa: a las ocho y media de la mañana un tipo con la cara desencajada, repatingado en una silla de la terraza, pidiendo cerveza... Oiga, que bien me sentó.




jueves, 18 de febrero de 2021

45 AÑOS EN MOTO

 




45 AÑOS EN MOTO

Un reportaje de Julián García Camacho  

 

     Debía tener 9 ó 10 cuando, recorriendo los pirineos en el Seat 850 de mi padre, nos adelantó un grupo de motos, casi todas BMW de la época (1970), en lo que yo interpreté como una suerte de ballet cadencioso y extremadamente elegante.

       Veía aquella culebra de alma y metal serpenteando por las continuas curvas de una carretera estrecha, bordeada de vegetación, y a varias alturas, que permitía observar diferentes tramos desde cada posición que ocupabas. Y sentí una emoción que medio siglo más tarde aún perdura. Pegado a la ventanilla fija del Seat dos puertas, veía alejarse aquel grupo de motoristas, enfundados casi todos en cuero negro, repitiendo una y otra vez la danza de las curvas infinitas: a izquierda y derecha, a derecha e izquierda, una y otra vez... Y algo de aquella música visual debió de quedarse en mi alma de niño, porque desde que salió a producción y durante toda mi adolescencia, llevé en la cartera un cromo de la BMW R 90 S, con su pequeña cúpula deportiva, su pintura degradada y sus llantas de radios.

 

     Mirando aquella foto imaginaba grandes viajes por toda Europa, seguramente en buena compañía femenina, porque las hormonas corrían por mis venas como el aceite 2T por la admisión de las Bultaco y las Montesas hispanas de la época.

     Acababa de cumplir los quince cuando mi padre, conocedor de mi pasión por las motos, me dio una de las mayores alegrías de mi vida. Había encontrado una Ducati TT de 49 c.c. con la horquilla doblada, que vendían a muy buen precio, y decidió adquirirla, en contra del criterio de mi madre, que siempre temió el accidente que, afortunadamente, nunca ha ocurrido (dedos cruzados).

 


      Antes de la compra, se aseguró de que la horquilla doblada (única parte dañada por el golpe que el anterior propietario había sufrido), quedaría bien, sin riesgo de rotura, y me la regaló. En el pueblo solo había Mobylettes camperas, con alforjas de esparto para llevar cántaros o aperos de labranza, sin marchas, y Derbis Antorcha con tres, si te dedicabas a la construcción. 


 


      La mía tenía un cambio de cuatro relaciones y un diseño que nadie había visto jamás en aquella zona. Aquello debía ser motivo suficiente para ligar pero, sobre todo, me daría mis primera satisfacciones moteras recorriendo todos los caminos que había alrededor del pueblo. El motorcito de la Ducati me parecía capaz de llegar a todas partes. Sin embargo, como no tenía aún la edad legal para conducir ciclomotores (16 años), la orden paterna fue tajante: mientras no tengas permiso, no pises la carretera. Así que salía de casa de mi abuela por la calle del Capitán hacias las eras y desde allí enlazaba camino tras camino, hasta que se acababa la gasolina o me dolía el culo. Desde los 16 hasta los 18 fue mi compañera de aventuras, visitando los pueblos de alrededor e infinidad de parajes campestres.

      Pero a los 18 se me hizo pequeña de repente y empecé a necesitar una moto gorda. Llegó en forma de Montesa Comando, prácticamente igual que la legendaria Impala, pero con muchos problemas de carburación, al menos la unidad que pude conseguir, porque le había cambiado el carburador original por uno mayor, también de la marca Amal, pero que supuestamente le permitía desarrollar más potencia. Para mí tenía la suficiente. Aquello aceleraba como un rayo y me permitía llevar a mi chica de paquete con cierta comodidad. La incomodidad venía cuando algún amigo de su padre le decía que nos había visto en tal o cual pueblo a LOS DOS SOLOS (pecado imperdonable en aquellos tiempos).



       Digamos que la Montesa fue una moto de provincias, porque me permitió recorrer la de Ciudad Real y alguna de las limítrofes, aunque nunca llegué a realizar un viaje realmente importante con ella. Sí lo hice con mi siguiente montura, que también fue regalo de mi padre, a los 22 años, quizá por haber finalizado mis estudios universitarios con buenas notas: una Vespa 200 que mi progenitor esperaba fuese suficiente para mí, porque era cómoda, fiable, y TENÍA RUEDA DE REPUESTO, lo cual era muy valorado por él, que había tenido dos Vespas, una de ellas la legendaria 150 Sprint, en la que viajábamos mi padre, mi madre... y yo de pie entre las piernas de mi padre, agarrado al manillar. Tal cual. Eran otros tiempos, lógicamente, y se permitían esas cosas.

 

    




      Con la Vespa 200 cargada hasta los topes (tienda de campaña y sacos entre las piernas, bolso con la ropa y esterillas en el portaequipajes trasero, los zapatos y cosas más pesadas en el delantero, para equilibrar peso y que no se pusiera de manos al arrancar), sí hicimos viajes chulos. Los dos que mejor recuerdo, y tal vez los más largos, fueron un tour desde Ciudad Real por Segovia, Avila, Salamanca, Guadalupe, Cáceres, Mérida, Almendralejo y Córdoba. Y una bajada a la costa de Granada, concretamente a Salobreña y Castell de Ferro. Me sentía yo muy motero saludando a otros moteros de carretera que se cruzaban en cualquiera de mis sueños de entonces.

    



      Y en 1986 llegó mi primera BMW, una R 65 que diseñaron imitando aquellas legendarias clásicas que despertaron mi afición en aquel viaje de la infancia por los Pirineos. Sería bautizada como Viajera, por razones obvias, pero también porque así se llamaba popularmente a los autobuses de línea en Ciudad Real cuando yo era niño. Con el paso de los años (12 en total), fue rebautizada como Abuela Viajera, ya que alcanzó casi los 100.000 kilómetros, antes de ser reemplazada por la K 75 del amigo Carlos, a quien retiró del mundillo su señora, dejándome una joyita mimada con tan solo 32.000 kms. en el marcador. Con estas dos BMW he recorrido casi toda España, un buen trozo de Portugal y una pequeña incursión en Francia, amén de Mallorca e Ibiza, que son otro mundo.





      La primera Viajera nos había llevado a Estoril durante un precioso viaje en el que recorrimos Lisboa, Oporto y Coimbra, con casi todo lo que queda entre medias, regresando por La Bañeza, previo paso por Zamora, donde apenas estuvimos una hora, porque al día siguiente de visitar la Boca do Inferno, al lado de Cascais, tras una bonita caminata y algo más que debió ocurrir en el hotel, la que empezó en aquel preciso instante a ser la madre de mi hija Helena, se levantó con muchas ganas de tomar zumo de naranja y sardinas asadas... Cuando llegamos a casa de nuestros amigos en La Bañeza, mi hermana Susi respondió al ser preguntada si tenía sardinas: ¡Marian, tú estás preña! Y lo estaba. Así que el regreso a casa sería todo por autovía y con cuidado por si los vómitos.

      Cuando pensaba jubilarme con la venerable K 75, aislado ya en Mallorca, donde si haces más de 60 kilómetros en línea recta te caes al agua, llego un día al bar del Gordo Cabrón, un argentino chulo que maltrata a los clientes y aún así tiene siempre lleno su local, y me encuentro con Xisco, un harlysta que si pasa tres meses seguidos sin añadirle alguna cosa a su vetusto hierro americano empieza a indisponerse y tener mal cuerpo. Me pregunta si tendría inconveniente en pasar un anuncio de moto en venta a mis contactos moteros. La máquina es de un amigo suyo. Me pasa la foto y compruebo que se trata de la R 1200 RT, la moto que había deseado desde su creación, y que jamás pensé que podría tener, porque su precio resultaba estratosférico para mi economía. Y así se lo comento al amigo del vendedor.

      -La vende barata -me dice Xisco.

      -¿Cómo de barata?-pregunto.

      -Siete mil euros.  

      -¡Joder, siete mil euros! Eso es lo que me queda aún de la indemnización por despido. ¡Podría comprarla! ¿De qué año es?

      -De 2006, pero solo tiene seis mil kilómetros. La ha tenido seis años parada en un garaje.

     Los oídos empiezan a hacerme chiribitas y los ojos también, mientras miro y remiro la foto en el mensaje de whatsapp que me ha enviado Xisco.

      -Algo le pasará, ¿no?

      -Qué va, tiene prisa por venderla y comprarse un escúter de 400, y le cuesta eso.

      -Pues creo que no voy a pasarle la foto a mis contactos. 

 

    
      Y así fue, con el beneplácito entusiasmado de mi pareja, que decido hablar con el propietario. Me cuenta la historia, a falta de algún detalle, que básicamente se resume en lo siguiente: compró la moto en 2006, viviendo en Barcelona y le hizo casi todos los kilómetros allí. Tuvo una caída a baja velocidad que debió asustarlo y no volvió a usarla desde el 2008. Los desperfectos son ligeros arañazos en la parte alta del carenado izquierdo, en la tapa de balancines y la maleta trasera con la tapa levemente quebrada. La reparación de la maleta y pintura fueron 70 euros y con las defensas de cilindros de fibra, no se ven los arañazos.  

       La llevó a BMW para una revisión general, en la que cambian todos los aceites y comprueban su buen funcionamiento. Tiene pendiente el cambio gratuito a cargo de la casa de la bomba de la gasolina, que ha dado problemas en algunas unidades, y pasar la ITV, a donde la llevo yo, porque él prefiere no cogerla por si se cae. El largo tiempo en dique seco me obligó también a cambiarle las bobinas que terminaron fallando precisamente por falta de uso. Res més.

      Y así me veo con una moto ideal para mí, con la que ya he hecho casi 60.000 kilómetros a pesar de vivir en una isla y gracias a escapadas fantásticas a la Península, aprovechando viajes de trabajo o recorriendo rutas históricas con un puñado de buenos amigos. 

          


       Hasta aquí el recorrido sucinto por mi vida motera. En próximas entregas, si el administrador y creador del blog, que tan amablemente me ha invitado a participar en el mismo, lo tiene a bien, narraré alguno de mis últimos viajes, rodeado de nieve y a temperaturas bajo cero en plena llanura manchega, junto con otras vivencias tenidas durante todos estos años en compañía de máquinas a las que nuestra pasión por rodar con ellas, dota de un alma inmaterial que las fábricas, lógicamente, no pueden instalarles, ni de serie, ni como accesorio.


      Sa Pobla, 16 de febrero de 2021