jueves, 30 de septiembre de 2021

LA LEYENDA DEL CASCABEL




LA LEYENDA DEL CASCABEL

Hace muchos años, en una noche fría de diciembre, un viejo motorista volvía de un viaje a los Picos de Europa con sus alforjas llenas de juguetes y otras baratijas que había comprado para los niños de su pueblo. Mientras rodaba aquella noche, pensaba cuan afortunado era él en ese momento de su vida, teniendo un socio cariñoso como su moto, que entendía su necesidad de vagar por las carreteras y que nunca lo había dejado tirado en los muchos años en los que habían compartido camino juntos.

Entre las curvas del Desfiladero de la Hermida estaban al acecho un grupo de pequeños critters, conocidos como Gremlins del Camino. Sabes que existen obstáculos en la carretera, tales como piedras, palos y pedazos de viejos neumáticos, y también clavos de esos tan temidos por los motoristas, y tantos otros objetos que influyen en el rodar de una moto, y así los Gremlins del Camino los aprovechan para tener una ocasión de regocijo sobre sus actos del mal. Así pues, este motorista entró en una curva a la luz de la luna, y los Gremlins lo emboscaron, haciéndolo caer al asfalto, y en el resbalón una de sus alforjas se rompió. Yacía en el suelo incapaz de moverse, cuando los Gremlins del Camino se acercaron a él. Este motorista no estaba dispuesto a entregarse y comenzó a lanzarles los objetos que llevaba en sus alforjas, mientras los Gremlins seguían acercándose. Finalmente se quedó sin nada que lanzar, pero tenía unos cascabeles y los hizo sonar con la esperanza de asustar a estos malvados seres que le acosaban. A un kilómetro, acampados en el meandro de un río, había dos motoristas sentados alrededor de una hoguera que charlaban acerca del paseo de ese día, del cocido lebaniego que habían comido, de la libertad que sentían cuando el aire puro azotaba sus rostros mientras recorrían aquellas carreteras montañosas. En el silencio de la noche escucharon un sonido parecido al de las campanas de una iglesia, y dispuestos a investigar caminaron hacia el lugar de donde provenía el sonido. Así encontraron al viejo motorista tirado al borde de la carretera y con los Gremlins dispuestos a raptarlo. Con su presencia consiguieron ahuyentarlos a todos, y el viejo motorista no pudo por menos que mostrarles su inmenso agradecimiento, y para ello cortó dos tiras de cuero de sus alforjas y les ató un cascabel a cada una. Después las colocó en las motocicletas de sus salvadores, tan cerca del suelo como le fue posible. Llevando estos cascabeles en vuestras motos —les dijo— estaréis protegidos contra los Gremlins del Camino, y siempre que os veáis en un apuro haced sonad el cascabel y un compañero motorista acudirá en vuestra ayuda.

Así que, cuando veas a un motorista con un cascabel, ya sabes que es un regalo bendecido por la camaradería y amistad de otro motorista, compañero de ruta.


lunes, 30 de agosto de 2021

CUANDO DESCANSA LA CARRETERA



(Primera edición, año 2012. Versión reeditada.)


Existen pocas cosas, o tal vez ninguna, más inciertas que el desenlace de un viaje por carretera. De hecho, la incertidumbre es un elemento sustancial e inherente al propio acto de viajar. Esto explica porqué los antiguos sentían tanto pavor cuando se veían obligados por las circunstancias a ponerse en marcha hacia algún sitio, a desplazarse de un lugar a otro, a abandonar la relativa seguridad de su residencia habitual para caminar al encuentro de otras tierras desconocidas y a menudo lejanas en un mundo todavía inhóspito y dotado de unas vías y medios de comunicación tan rudimentarios y peligrosos que hasta las distancias más cortas, bajo nuestra perspectiva actual, resultaban entonces inmensas. La mayoría de los hombres llevaba pues una existencia semejante a la de los árboles: enraizados en su ámbito natal hasta la muerte. Sólo se viajaba por imperiosa necesidad, inevitablemente, cuando no quedaba otro remedio, y cada viaje de la antigüedad podía constituir por sí mismo toda una proeza con ribetes de epopeya, de odisea, o de tragedia, aunque no mediase ningún testimonio oral o gráfico que pudiera constatar sus azarosas consecuencias. Por eso los grandes viajeros de la antigüedad (Marco Polo, Cristóbal Colón, Magallanes, y tantos otros) eran tenidos por héroes o semidioses investidos de un aura mítica y casi inmortal, y sus esforzadas andanzas por el mundo provocaban tanta sorpresa como admiración y estaban condenadas a perdurar en la memoria de la Humanidad.


Siglos de evolución, conocimiento y desarrollo nos han trasladado a un mundo globalizado en el que las distancias prácticamente no existen, y en todo caso los medios para recorrerlas son tan avanzados, rápidos, cómodos y seguros, por lo general, que los recelos viajeros de nuestros ancestros parecen haber perdido toda la razón de ser que tuvieron en el pasado. Y sin embargo, esa fobia de naturaleza eminentemente cultural, ese oscuro tabú transmitido de unas generaciones a otras, todavía pervive inconscientemente entre nosotros. No es casual que la mayoría de las personas se alteren emocionalmente ante la inminencia de un viaje, no importa que se trate de un viaje de placer voluntariamente elegido o incluso de un viaje de rutina realizado muchas veces con anterioridad. No existen dos viajes iguales, aunque transiten por idéntica ruta, y la incertidumbre siempre estará presente en cada uno de ellos transmitiendo al individuo una compleja variedad de emociones, algunas soportablemente llevaderas e incluso gratas y tranquilizadoras, pero otras no tanto, o más bien, por el contrario, realmente incómodas y causantes de desasosiego y temor.


Y no sólo la incertidumbre se hace inherente a cualquier viaje, sino también, y sobre todo, el riesgo y el peligro, y en especial tratándose de viajes por carretera, y aún más, exponencialmente, si estos viajes se realizan en moto, un vehículo muy rápido, inestable y ciertamente inseguro en el que el factor mecánico y el factor humano adquieren una relevancia superlativa. Una motocicleta con alguno de sus componentes mecánicos o electrónicos en mal estado supone un suplemento de riesgo a menudo difícil de asumir cuando se afronta un viaje por carretera, y otro tanto cabe decir cuando las condiciones psicofísicas del piloto se encuentran por debajo del umbral mínimo de seguridad. Por descontado, si al factor mecánico deficiente se le suma el factor humano inadecuado, las probabilidades de sufrir un grave accidente se multiplican peligrosamente. Desde luego la mayoría de los motoristas con cierta experiencia somos conscientes de ello y apreciamos más que nadie nuestra propia vida, pero a veces resulta inevitable que alguno de esos dos factores, o incluso ambos, no alcancen sus valores más adecuados. Quien más quien menos ha rodado alguna vez con los neumáticos o los frenos en malas condiciones, sin luces o con alumbrado insuficiente, con la cadena de transmisión desgastada o mal lubricada, con los carburadores y los filtros sucios, con los cables pelados o los circuitos eléctricos averiados, con las suspensiones desajustadas… Y también con cansancio, sin dormir, intoxicado de alcohol o de fármacos, enfermo o con lesiones de cualquier tipo, leves o no tan leves, con preocupaciones personales que fomentan la distracción y los despistes en la carretera… La mayoría de las veces es posible abortar un viaje cuando no se dan las condiciones idóneas, materiales y humanas, para emprenderlo, y se hace obligado postergarlo para cuando estas condiciones mejoren. Pero en otras ocasiones no es posible, sobre todo si se trata de un viaje de regreso, cuando tienes que volver como sea, a toda costa, o casi. Y siempre confías en llegar sin problemas, o por lo menos en llegar sano y salvo y a tiempo, pasando por encima de todas las dificultades que puedan llegar a surgir. Lo normal, salvo casos extremos, es que estos buenos deseos se hagan realidad sin mayores contratiempos. Sin embargo, a veces la realidad, tan tozuda, no está hecha a la medida de nuestros deseos, y entonces, si sales bien parado de la experiencia, ya tienes una historia que contar.


También sucede que nuestros buenos deseos, y los de terceras personas implicadas casual e involuntariamente en nuestro destino, nos alejan con frecuencia de la percepción correcta de la realidad, y vemos sólo lo que deseamos ver, contra toda evidencia, o lo fiamos todo a la suerte o a la casualidad, pensando en un exceso de optimismo que nada malo ha de ocurrir, porque casi nunca ocurre, no al menos bajo determinadas condiciones conocidas y previsibles.

La cadena está en las últimas, pero para llegar a Madrid te aguantará.

Eso espero.

Tenía que fiarme del diagnóstico de aquel mecánico del taller de motos adonde había llevado mi Honda Varadero del 99 con el kit de transmisión (cadena de arrastre y piñón trasero) moribundo. Era cierto que por desidia no lo había reemplazado antes, pero eso ya no tenía remedio. Estábamos en la provincia de Alicante, a 450 km de Madrid, y teníamos que regresar en moto al día siguiente. La cadena tenía tanta holgura y los eslabones y los dientes del piñón de transmisión estaban tan gastados que no admitía ni un solo tensado más. La moto andaba a tirones, agarrotada y brusca, con la cadena a punto de partirse en cualquier momento. Sin embargo, si había llegado a recorrer con ella unos 20 000 km, nada hacía pensar que no pudiera resistir otros 500 antes de cambiarla, tal y como había estimado el mecánico. Hachegé, compañero de fatigas habitual en aquellos viajes de la época, consideró que todo consistía en viajar más despacio hasta Madrid, todo lo despacio que fuera necesario. Si tardábamos siete horas como si tardábamos diez, no había prisa, se trataba de llegar en el día con la moto en marcha. No era tanto una cuestión de voluntad como de necesidad, puesto que aquella cadena llena de nudos y holguras no iba a permitir, en ningún caso, grandes velocidades de crucero.

Era una calurosa mañana de finales de la primavera o principios del verano del año 2004 o 2005, no ha quedado constancia precisa de la fecha, y si ha quedado no hemos sido capaces de encontrarla. El hecho es que tomamos la autopista AP-7 en dirección Valencia, y yo marchaba delante y Hachegé detrás con su Triumph Daytona del 97 (que algún tiempo después rompería el motor, lamentablemente), a una velocidad constante entre 120 y 130 km/h. sin que la cadena de transmisión, generosamente lubricada antes de salir, evidenciase en exceso su mal estado. Sin novedad circunvalamos Valencia y tomamos la autovía A-3, y durante bastantes kilómetros pudimos seguir rodando a ese ritmo. Cada cierto tiempo Hachegé se situaba a mi altura, inspeccionaba visualmente el movimiento de la cadena, asentía con la cabeza y daba su aprobación levantando el pulgar izquierdo, como los emperadores romanos del circo cuando perdonaban la vida a un gladiador. En este caso, en lugar de perdonarle la vida a mi cadena de transmisión, que ya se encontraba irremisiblemente condenada, lo que estaba haciendo era prolongársela, o al menos ese era su deseo, o al menos eso era lo que él quería creer, que la cadena resistiría hasta Madrid.

Al entrar en la provincia de Cuenca las cosas empeoraron notablemente. Se sucedían los tirones y agarrotamientos en la transmisión, acompañados de sacudidas bruscas y de un golpeteo violento. Bajé la velocidad hasta 80-90 km/h, o quizá menos, y comencé a circular por el arcén. A esa velocidad te adelantaban hasta los camiones. Probablemente la cadena no iba a partirse por un eslabón, como yo me temía, sino a salirse directamente de los piñones. En cualquier caso, sucediese lo uno o lo otro, la situación era muy peligrosa, pues podía engancharse en la rueda trasera o en el piñón de salida y llegar hasta el motor, en opinión de Hachegé, que sin embargo seguía levantando el pulgar izquierdo cada vez que se situaba a mi altura. Para entonces yo ya sacudía la cabeza con gesto de desaprobación, porque las sensaciones que me transmitía la moto eran muy desagradables. Creo recordar que hicimos alguna parada en el arcén para evaluar con calma la situación y quizá para lubricar de nuevo la cadena, una medida que no solucionaba absolutamente nada, porque cuando reanudábamos la marcha volvían a sucederse los tirones, agarrotamientos y golpeteos cada vez con mayor intensidad. Tuve que reducir la velocidad aún más, en torno a los 60-70 km/h, y los muchos kilómetros que aún quedaban hasta Madrid iban cayendo tan despacio que el viaje se hacía interminable y desesperante hasta el desaliento. Sin embargo, aunque fuese a trompicones, seguíamos avanzando. Hacía un calor insoportable. Era un viaje con todos los ingredientes de las epopeyas, las odiseas o las tragedias de la antigüedad, hiperbólicamente hablando. O por lo menos eso es lo que yo quería que fuese, para que tuviese algún valor simbólico o pudiera contener alguna enseñanza para las generaciones venideras.


Al rebasar la frontera psicológica de los 100 km a Madrid, casi llegué a convencerme de que lo conseguiría. Hachegé seguía levantando el pulgar sin inmutarse. A veces he llegado a pensar que se pasó todo el viaje con el dedo levantado, como en un acto reflejo e inconsciente, como si en su dedo alzado pudiera hacerse indestructible su único deseo de llegar a Madrid sin contratiempos. Pero apenas si habíamos abandonado Tarancón, todavía en la provincia de Cuenca, cuando la cadena se quebró para siempre. Por los espejos retrovisores pude ver cómo la corona trasera la escupía con suavidad, sin sobresalto alguno, como si se desprendiera distraídamente de un lastre tan molesto como innecesario, y allí quedó tirada sobre el asfalto como una pequeña serpiente negra y descoyuntada. Estábamos en el kilómetro 79 de la autovía A-3. El coche que circulaba detrás de mí en ese momento tocó el cláxon a modo de severa amonestación, o de airada protesta, cuando sus ruedas pasaron por encima de la cadena. Pero entonces me invadió una paz sublime y silenciosa, una sensación de alivio y de liberación, toda vez que cesaron los tirones y brusquedades y la moto continuó su marcha con una inercia sedosa y limpia que me condujo hasta el arcén, en donde nos detuvimos enseguida con toda la tranquilidad del mundo. Acababa de romper la transmisión secundaria, pero estaba sano y salvo, a resguardo de todos los peligros mecánicos que me habían amenazado durante horas. No se había enganchado la cadena en la rueda trasera ni había penetrado en el motor, como habíamos llegado a temer que sucediera. En realidad el episodio se había resuelto con una pulcritud y una seguridad sorprendentes, y tal vez no siempre habría sido así el desenlace, pero en todo caso ahora comenzaba otro viaje distinto.

Kilómetro 79 de la A-3. En este punto se rompió la cadena.


Por poco no ha acertado el mecánico —dijo Hachegé—. Casi llegamos a Madrid. Se ha equivocado sólo por setenta y nueve kilómetros, una minucia.

Era un pronóstico muy arriesgado para un viaje tan largo y en las condiciones en que se encontraba la cadena. Podía haberse partido aquí, cincuenta kilómetros después, o doscientos kilómetros antes. Esto era una lotería, y al final nos ha tocado —reflexioné.

Pero en ese momento sobraban las reflexiones, porque lo que urgía verdaderamente era intervenir cuanto antes en la resolución del problema. En ese punto de la autovía el arcén era estrecho y peligroso, y no parecía un buen sitio para quedarse de conversación. Y sin embargo tuvimos mucha suerte también en esto, pues nos encontrábamos casi al principio de una larga recta en pendiente que conducía hasta el área de servicio del km 77, en las proximidades de Belinchón, límite de la provincia de Cuenca. Bastaba con dejar caer la moto con su propia inercia para que tomase algo de velocidad y llegar hasta la gasolinera rodando. Si existía un lugar idóneo para romper la cadena de transmisión de una moto o quedarse tirado sin combustible en esta carretera, sin ninguna duda era este. Y así fue que apenas cinco minutos después conseguimos llegar en marcha hasta la amplia explanada del área de servicio y ponernos a salvo. Había que llamar a la grúa de asistencia en viaje, desde luego, para llevar la moto remolcada hasta Madrid, y sacamos los teléfonos móviles, pero resultó que al mío, que era de tarjeta de prepago, apenas le quedaba saldo para realizar una llamada, y al de Hachegé, que por el contrario era de contrato, se le estaba agotando la batería. Tuve que realizar dos llamadas desde el teléfono público de la gasolinera, una al servicio de asistencia en carretera y otra a mi amigo Iñaki, propietario de un garaje muy accesible en el centro de Madrid, para que me dejase guardar la moto temporalmente, porque el acceso a mi garaje se realizaba desde una rampa muy pronunciada, lo que me obligaría a volver a llamar a una grúa para sacarla de allí y llevarla al taller, llegado el momento. No pude establecer contacto con mi amigo en las primeras llamadas, pues se encontraba fuera de Madrid, y decidí volver a intentarlo más tarde.


Un vestigio del trazado de la antigua N-III que todavía se conserva.


La cadena quedó tirada sobre el asfalto como una pequeña serpiente negra y descoyuntada. Al cabo de un buen rato llegó un coche del servicio de asistencia en carretera. Su conductor nos informó de que la grúa ya estaba en camino, pero aún tardaría en llegar, pues venía desde el otro extremo de la provincia. Debían de ser las cinco o las seis de la tarde, de una tarde plomiza, pesada y sofocante. Sudábamos a chorros y bebíamos agua helada sin parar. Para entretener la espera y ganar tiempo fuimos retirando el equipaje de mi moto, el top case Givi Maxia de cincuenta litros y una bolsa de deporte que iba atada con pulpos sobre el asiento trasero. Le dije a Hachegé que se marchara, puesto que la situación ya estaba en vías de solucionarse, pero rehusó. Nunca se lo podré agradecer lo bastante, porque su ayuda fue imprescindible para poder subir la moto a la grúa, una vez llegada ésta al área de servicio. Ni siquiera pude ver ni participar en la operación, pues me encontraba de nuevo tratando de contactar telefónicamente con mi amigo Iñaki, cosa que conseguí al cabo de largo rato y generoso dispendio de monedas. Cuando regresé a la explanada de la gasolinera la moto ya estaba subida en el camión, y como me explicaría Hachegé algunas horas más tarde, fue un trabajo arduo que exigió no poca dosis de fuerza y de habilidad, y no sólo por el elevado peso de la Honda Varadero (unos 275 kg con todos los llenos), sino porque al carecer de transmisión secundaria la inmovilización del vehículo sólo podía encomendarse a la acción del freno delantero y no al engranaje de alguna velocidad en el cambio, pero por sí mismo el freno no podía solucionar el problema y las ruedas frenadas resbalaban constantemente sobre la grasienta plataforma metálica de la grúa amenazando con hacer caer la moto al suelo. Los dos operarios del servicio de asistencia guiaron en todo momento las operaciones desde abajo, pero quien peleó físicamente con la moto fue Hachegé. Y es que estas cuestiones es mejor dejarlas siempre en manos de motoristas experimentados y curtidos en mil y una batallas de la ruta.


Area de servicio del km 77, en Belinchón (Cuenca).

Convenientemente sujeta y estabilizada la moto sobre la plataforma del camión con las bridas y tirantes elásticos adecuados para estas situaciones, subimos a la cabina y emprendimos el viaje hacia Madrid. Hachegé nos escoltó durante unos kilómetros antes de despedirse con la mano, abrir gas en su Triumph y perderse en el horizonte. La grúa circulaba a una velocidad constante entre 80 y 90 km/h, pero a menudo perdía fuelle en la subidas. Al volante iba un chaval de unos treinta años, simpático y cordial, que no tuvo inconveniente en prestarme amablemente su teléfono móvil para realizar las últimas llamadas y pasarme una botella de agua fría para calmar la sed. Avanzábamos despacio por la autovía con el sol de cara y envueltos en un lento crepúsculo que parecía no tener fin. En realidad la tarde era engañosa, porque aún quedaban varias horas de luz y el calor no dejaba de apretar. Yo seguía sudando sin misericordia dentro de la gruesa camiseta de algodón y con los pantalones de cuero ceñidos a las piernas impidiendo la transpiración. Sentía la boca pastosa y el cuerpo desvencijado por el cansancio y la tensión, y mi único deseo para cuando hubiéramos dejado la moto a buen recaudo en el garaje de Iñaki ere meterme bajo el chorro helado y vivificante de la ducha. Después de esto seguramente el mundo volvería a mostrarme su mejor cara.

Mientras iban cayendo lentamente los kilómetros que nos separaban de Madrid, fumamos cigarrillos y charlamos distendidamente. Habitualmente los conductores de las grúas de asistencia en viaje solían tener fluida y amena conversación. Esto yo ya lo sabía por experiencia propia, porque después de casi veinte años rodando en moto a través de todo el territorio nacional, no habían sido pocas las ocasiones en que había necesitado de sus servicios de auxilio, motivados por averías y contratiempos de diversa índole, aunque por fortuna ninguno de ellos de severa gravedad. Estos esforzados profesionales de la carretera (patrulleros, como se les conoce en la jerga técnica del sector) siempre tenían interesantes anécdotas y curiosidades que relatar referidas a su ámbito laboral, a poco que uno les tirase prudentemente de la lengua y ellos estuviesen predispuestos a la conversación, lo cual solía suceder a menudo en las interminables horas de sus desplazamientos. En el teléfono móvil de este patrullero conquense (creo recordar que su base de operaciones estaba en La Almarcha o en alguna localidad cercana, según me dijo) se recibieron varias llamadas consecutivas que él atendió con solicitud inmediata sin distraerse por ello ni apartar la vista de la carretera. Supongo que ya por entonces estaba terminantemente prohibido hablar por teléfono mientras se conducía, o acaso las autoridades todavía hacían la vista gorda ante esta peligrosa infracción, no lo recuerdo, pero el caso es que el dispositivo de manos libres parecía aún una rareza poco extendida entre los conductores, y desde luego este camión-grúa no lo llevaba instalado.

Debía de ser viernes, o sábado, o víspera de festivo, que tampoco recuerdo con precisión este detalle, y los amigos del patrullero estaban preparando una barbacoa en el pueblo para esa misma noche, y le instaban constantemente a sumarse a la fiesta una vez concluida su jornada laboral. El problema consistía en que, como bien les explicaba resignadamente su interlocutor, no era posible determinar en ese instante cuándo iba a finalizar dicha jornada laboral. De momento, les informó, estaba transportando la moto de un cliente a Madrid, y luego emprendería el regreso por la A-3 en dirección a la base, pero no había que descartar que surgiese otro servicio de auxilio por el camino, el cual podría devolverle a Madrid o a cualquier otro punto de la geografía dentro de su radio de acción legal establecido, lo que podía suponer muchas horas y cientos de kilómetros de ida y vuelta en el desplazamiento. Y mientras él seguía hablando por teléfono y haciendo vagas promesas de poder asistir a la barbacoa, aunque fuese ya de madrugada, a mí me dio por estimar a qué hora estaría de regreso en su base en el mejor de los supuestos, esto es, que mi servicio fuera el último de la jornada y una vez descargada la moto en Madrid condujera sin detenerse hasta su pueblo: no antes de las 23 horas. Bueno, después de todo, pensé, no era una hora demasiado intempestiva para llegar a la fiesta en su pleno apogeo, pero entonces el problema que surgía era otro, según me hizo saber como si hubiese adivinado mis estimaciones: al día siguiente, a las ocho de la mañana, tenía que estar de nuevo en la carretera, trabajando. Y por supuesto, mejor o peor dormido, pero sin haber ingerido alcohol, no por lo menos una dosis lo suficientemente elevada como para que el cuerpo no se bastara para eliminarla completamente durante el sueño, quizá uno o dos cubalibres ligeros, no más. Es decir, que si finalmente optaba por acercarse a la fiesta, habría de retirarse muy pronto.

Una frase afortunada que resume la labor de los patrulleros de la carretera.

Estábamos hablando entretenidamente de todas estas cosas cuando entramos por fin en la Comunidad de Madrid. Aquel hombre llevaba ya doce horas al volante del camión, y no había sido un día especialmente duro para él, apenas media docena de auxilios y medio millar de kilómetros de trayecto a través de la vasta provincia de Cuenca, la quinta más extensa de España. En las operaciones salida de verano y Semana Santa el trabajo se incrementaba notablemente, hasta el punto de darse el caso de empalmar una jornada con la siguiente sin apenas transición. Era una vida muy sacrificada que había que sobrellevar con disciplina y ascetismo a partes iguales. El salario resultaba escaso, las jornadas maratonianas y los jefes tan desalmados como tiránicos, incluso tratándose a veces de familiares, amigos o conocidos. Las compañías de seguros concertadas con estas empresas de asistencia eran muy exigentes, y si no se prestaba el servicio demandado con la calidad necesaria, retiraban la concesión. La competencia era feroz. Bastaba una simple queja o reclamación de un cliente, fundamentada o no, para que comenzasen los problemas. Había pues que exprimir a hombres y máquinas casi hasta el límite humano o mecánico de su resistencia. El camión-grúa que nos llevaba hacia Madrid apenas tenía tres o cuatro años de antigüedad, a tenor de su matrícula, pero su cuentakilómetros acumulaba ya cerca de medio millón de kilómetros.

Y entonces, ¿cuándo descansas? —le pregunté al patrullero.

El hombre agitó la cabeza y sonrió.

Cuando descansa la carretera —y ya se le quedó la sonrisa prendida en los labios, seguro como estaba de haber encontrado sin proponérselo una frase reveladora y oportuna, un hallazgo literario o filosófico espontáneo, afortunado y casual, aunque probablemente sus conocimientos en estas materias fueran inexistentes, más allá de la literatura y la filosofía que destila en bruto la carretera como diamantes sin pulir, disciplinas del conocimiento no formuladas cuya comprensión requiere de una sensibilidad especial, y a buen seguro este profesional del volante la tenía, había aprendido de la carretera, esa gran maestra de la vida, una idea que probablemente habría suscrito también Jack Kerouac, el viajero impenitente, loco y alucinado, pero que se me acaba de ocurrir a mí ahora, o eso espero.

Cuando descansa la carretera. Pocas veces una simple frase puede atesorar tanta sabiduría como contradicción (la carretera, como un río que fluye incesante, nunca descansa, esto es obvio), pocas veces una sentencia puede resumir con tanta elegancia la resignación callada de quienes poco o nada descansan porque su tarea está inacabada e inacabable, y siempre existirá alguien, a cualquier hora del día o de la noche y en cualquier fecha del año que necesite el auxilio de un patrullero para llegar a buen destino.

El resto de aquel viaje apenas si tuvo historia. Entramos en un Madrid casi desierto y abrasado bajo el último sol de la tarde, descargamos la moto no sin ciertas dificultades frente al garaje de Iñaki y me despedí efusivamente del patrullero. Me costó mucho insistir para que aceptase el billete de veinte euros que le ofrecí como gratificación a su extraordinario servicio y, sobre todo, aunque eso no se lo dije, como merecido premio y reconocimiento a esa frase magistral que jamás olvidaré. El ingenio se paga, y hubo un momento en el que pensé ofrecerle un billete de cincuenta euros, pero eso ya me pareció que podría haberle resultado ofensivo. Al final, él se quedó con mis veinte euros y yo con su célebre frase que tanto me gustó y tantas cosas me ha inspirado con el paso de los años. Creo que hice un buen negocio.

Nunca supe si llegó a tiempo a esa barbacoa que preparaban sus amigos del pueblo o si por el contrario la carretera volvió a enredarle en ese tortuoso laberinto geográfico del que resulta imposible escapar. Pero lo único que sé es que si algún día descansa la carretera será porque todos nosotros ya nos habremos hemos extinguido sobre la faz de la Tierra.


miércoles, 7 de julio de 2021

CONCENTRACIÓN MOTORISTA INVERNAL JABALISTREFFEN 1995


















Un reportaje de Route 1963 
Texto original escrito y publicado en 1995



 
 
CONCENTRACIÓN INVERNAL JABALISTREFFEN `95
(Anzánigo, Huesca). Febrero de 1995
 

El potorro de la Loles
(Bóxer Manuel)

            Ya puedes empezar a pedir tres días en tu trabajo, hacer el equipaje y preparar la moto, que el sábado tempranito salimos para Jabalistreffen. ¡Ah!, y le debes dos talegos* a mi primo, que ya ha mandado los giros de la inscripción. *(2.000 pesetas, 12 €).
 
            Así, sin comerlo ni beberlo, me encuentro a primeros de febrero de 1995 empujado a un viaje inédito del que casi nada sé, salvo que va a hacer mucho frío y que ya me han reservado una habitación en algún hostal de carretera de la lejana provincia de Huesca. Siguiendo al pie de la letra las instrucciones minuciosas de Bóxer Manuel, en la gélidad mañana del 4 de Febrero me encuentro preparado para esta aventura en la primera gasolinera de la nacional II, a la salida de Madrid. Seguramente vamos a tener frío y nieve en la carretera, razón más que convincente para equiparse a conciencia: Gore-tex, jersey de alpaca andina, grueso y cálido, camisa de franela y ropa interior térmica de doble fuerza (Damart), además de pañuelo, bufanda, sotocasco, faja bien ceñida y botas de cuero con mucho betún, confortables guantes también de Gore-tex y un sinfín de prendas de reserva en el top case por si vienen mal dadas. Después de todo, subir a los Pirineos en pleno invierno no debe de ser ninguna broma. Aparecen por fin Gerardo y Bóxer Manuel en sus motos, sorprendentemente el primero vestido de paisano, en vaqueros y con una cazadora poco adecuada para la ocasión, y es que su verdadera ropa de viaje la olvidó en casa de su novia después del regreso de Pingüinos, y hasta hoy. Dado lo temprano de la hora no es cosa de despertar a la chica para recoger el Gore-tex, de modo que Gerardo decide quedarse y hacer tiempo mientras nosotros emprendemos camino.
 



            -¿Y por qué no te pones el cuero? -le pregunta ingenuamente Bóxer Manuel, ya con las motos en marcha.

            -Porque no me cabe -masculla Gerardo entre dientes, con un hilo de voz.

            -¿Porqué queeeé…?

            -¡Porque no me cabe, hostia!

            El tamaño de su oronda barriga de buda madrileño ya se le ha salido de madre.

            Así las cosas, salimos delante Bóxer Manuel y yo con el incierto pronóstico de si Gerardo nos alcanzará horas después en la carretera o más bien tendremos que esperarle en nuestro destino final, después de 450 kms. de viaje. Así lo cuentan las coplas:





I



Pasamos de Elefantentreffën

pues eso pilla muy lejos

pero sí fuimos a Anzánigo

y que fuimos tres, no trece

que si no nos trae mal fario

y así no hay quien llegue a viejo.



II



Pero héte aquí tú que Gerardo

siempre con su problemones

salió después de Madrid,

su memoria es con retardo

y olvidó sus pantalones

en casa de Beatrice.



III



No pudo ponerse el cuero

Como hubiera deseado

y es que no hubo forma humana

ni aunque le ayudó su hermana

de meter allí apretado

su cuerpo de camionero.



IV



Y es por ello que no hay otra

que salir los dos primero:

nuestro Gnomo Hiperactivo,

que siempre va muy altivo,

y aquí este señor coplero,

que así termina esta copla.
 

 
 
Tierras de la Alcarria y campos de Soria, espacios ya célebres en los que se ha recreado la historia y la literatura a través de los tiempos. Bécquer, Machado, Cela. Los lugares y los paisajes siguen existiendo reposados e ignotos a ambos lados de esta inmensa autovía que nos lleva al antiguo Reino de Aragón. La mañana es nubosa, húmeda y fría. Las señales de tráfico advierten constantemente de la presencia de hielo en la calzada, y hay que ir leyendo el asfalto, descifrando sus colores, intuyendo su adherencia en las curvas, hondonadas y umbrías. Un error podría ser fatal. Pero viajar en moto es mucho más que un pulso contra el peligro y el riesgo, contra la vida y contra la muerte, es, ante todo, un pulso contra uno mismo, o a favor de uno mismo, a veces, en contra o a favor de la memoria, los recuerdos y los pensamientos propios, según el ánimo. Me abandono unos momentos a mi única y acogedora intimidad para tararear una canción rescatada del olvido con el rumor sordo del aire contra el casco por todo acompañamiento: Todo el mundo sabe que es difícil encontrar/en la vida un lugar/donde el tiempo pasa cadencioso sin pensar/y el dolor es fugaz/a la ribera del Duero/existe una Ciudad/si no sabes el sendero/escucha esto:/lentamente caen las hojas secas al pasar/y el cierzo empieza a hablar/en una tibia mañana el sol asoma ya/no llega a calentar/cuando divises el Monte/de las Animas/no lo mires, sobreponte/y sigue el caminar…
 
            Un radar móvil de la Guardia Civil detenido en el arcén me saca brutalmente de mis ensoñaciones. Bóxer Manuel no lo ha visto (nunca los ve) y aprovecha que yo he cortado gas para pasarme a todo trapo delante de las mismas narices de los picoletos. Si piensa que el hecho de llevar en su maleta derecha una bandera nacional con el escudo antiguo de la gallina imperial le otorga patente de corso ante la benemérita autoridad, vamos listos. Pero luego hay más radares y patrullas y coches sospechosos y hasta un larguísimo convoy militar que circula lentamente por la autovía transportando tanques, orugas y blindados hacia Zaragoza, qué bien, pienso, ha estallado la guerra, me ha pillado de viaje y ya no podré volver al trabajo, y después de todo la frontera no queda muy lejos.
 
            Bécquer no era idiota ni Machado un ganapán/y por los dos sabrás/que el olvido del amor se cura en soledad/se cura en soledad/a la ribera del Duero/existe una Ciudad…/Voy camino Soria/¿tú hacia dónde vas?/allí me encuentro en la gloria/que no sentí jamás./Voy camino Soria/quiero descansar/borrando de mi memoria/traiciones y demás/borrando de mi memoria/pasiones y demás… Cuando a Bóxer Manuel le entra la reserva en la Lavadora (BMW R-65) a mi se me acaba la música en la cabeza, en esto por lo menos estamos bastante sincronizados. Hay que salir de la autovía para repostar.


V

La Almunia de Doña Godina
Primera parada clave
dos cafés y gasolina
como mandan los patrones
para que Bóxer Manuel la llame:
“el potorro de la Loles”

VI

Has de parar con frecuencia
Pa’ fumar y pa’ hacer pis,
cuando viajas en la moto
y es con esta inteligencia
que llegarás en un tris
sin machacarte el escroto.
 


           
         
     A 50 kms. de Zaragoza se encuentra la localidad de La Almunia de Doña Godina, población de curioso nombre que a Bóxer Manuel le sugiere de inmediato un par de preguntas indiscretas: ¿qué es una almunia y quién era esa tal Doña Godina? Una almunia es un huerto, o una granja, y la señora Godina sería una paisana del lugar, seguramente célebre por algún motivo que desconocemos y sobre el que no nos atrevimos a indagar, por si acabábamos en el pilón, que en los pueblos ya se sabe. Yo qué quieres que te diga -me comentaba Bóxer Manuel de repente-, a mí el nombre de este sitio me suena lo mismo que lo del potorro de la Loles, y se quedó tan ancho. No contento, sin embargo, con esta toponimia humorística y genital, tuvo además la ocurrencia de inventarse también el gentilicio, o sea, potorrenses, como era de temer, y eso fue ya la descojonación estrepitosa y absoluta. Repuestos de la risa pudimos echar gasolina, mear, tomar unos cafés, sacar dinero, llamar por teléfono y posar con nuestras motos a la puerta del bar para que un grupo de niñas, a petición suya, nos hicieran unas fotos para su periódico escolar (?)
 

             
           
    Volvemos a la autovía aún con los espasmos postreros de la risa floja (dicho sea de paso, toda esta broma fue sin malicia ninguna y sin ánimo de ofender a nadie), ya sabiendo que le sacamos a Gerardo poco menos de dos horas y casi doscientos kilómetros de ventaja, según informaciones fidedignas de Madrid, y como ahora el tiempo ha mejorado y la temperatura es suave y agradable dentro de lo que cabe, decidimos tomarnos las cosas con calma y nos ponemos a sestear en el último tramo hasta Zaragoza, velocidad legal y un molesto pero tibio viento de costado en esta zona conocida como la Meseta de la Muela. Bordeamos la Ciudad del Ebro para tomar la N-330 que habrá de llevarnos camino de Huesca con el río Gállego de la mano, a la derecha primero, a la izquierda después, casi hasta el límite de las dos provincias. La carretera es buena y con escaso tránsito, largas rectas que se pierden en un horizonte verde de campos y acequias envueltos en la melancólica bruma del mediodía pero con la promesa cierta del sol tímido que no acaba de asomarse. Villanueva de Gállego, Zuera, Almudévar, Huesca. Sale por fin el sol y hacemos una breve parada con objeto de fumar y deliberar acerca de la conveniencia de comer, esperar a Gerardo o cubrir tranquilamente los 45 kilómetros que nos restan de viaje. Sin prisa pero sin pausa, lo cierto es que nos ha cundido mucho la jornada y nosotros mismos estamos sorprendidos al comprobar que lo que nos temíamos como una esforzada travesía invernal llena de penalidades no ha sido en esencia sino un breve paseo gozoso y primaveral. Y si los antiguos adoraban a la Luna, yo estoy dispuesto ahora mismo, las puertas de Huesca, a postrarme de rodillas y rendirle fervoroso culto al anticiclón de las Azores, único y verdadero protector de los motoristas ibéricos.
 



         
   A Pamplona y Francia por Ayerbe, nacional 240, esta es la nuestra. En una gasolinera a la altura de Esquedas volvemos a detenernos para esperar a Gerardo, convencidos de que ya ha tenido que recortarnos buena parte de la ventaja inicial y no debe de andar lejos. Pasan varios grupos de motos que se dirigen a la concentración y que nos saludan efusivamente con gran algarabía de bocinas, ráfagas y dedos en uve. Jabalistreffen no es un encuentro multitudinario sino todo lo contrario, una reunión restringida a 250 personas, lo que explica que el flujo de motoristas en esta carretera sea espaciado e irregular, pero ello no obsta para que podamos reconocer que se respira cierto ambiente de gran concentración. El faro encendido del Gallino Veloz (BMW K-75 de Gerardo) no se digna aparecer todavía, después de una hora larga, tenemos ya un hambre canina y con razón se ha dicho que el que espera desespera, de modo que reanudamos la marcha perezosamente, moviéndonos como gusanos en el asfalto, recreándonos con el paisaje y los aromas puros y salvajes de la montaña, aunque el terreno es llano y despejado aún y no se presagia la cercanía de los Pirineos. Pasado Ayerbe nos alcanza Gerardo, por fin, y hacemos otra parada en un hermoso puente de piedra sobre el río Gállego, que volverá a hacernos compañía en los diez kilómetros finales de carretera escarpada y revoltosa que se adentra en el corazón escondido de esta comarca. Sacamos fotografías, fumamos y nos reímos un rato. Gerardo se ha quedado sin gasolina en la autovía, ya cerca de Zaragoza, toda una odisea que le ha hecho perder tiempo y energías hasta que un automovilista caritativo se ha dignado a ayudarle. Estamos torpes este año.
 




VII

Pasando Calatorao
Gerardo comete un fallo,
se queda sin combustible
y aquí se le para el Gallo;
¡vive, Dios!, ¿cómo es posible
andar hoy tan despistao?

VIII

Ciencia es ésta de ir en moto
por los caminos de Dios,
Zaragoza y luego Huesca,
Llega el Gallino Veloz
con Gerardo, su piloto,
que ha venido dando yesca.


IX

Y alcanzamos buen destino
Siempre a tiempo de comer,
ricas sopas de cocido,
vino, callos y chuletas,
¿qué nos queda por hacer?
¡pues deshacer las maletas!
 




          
¡Viva San Glas bendito, y que los guardias se traguen el pito!
(De la oración a San Glas del Anzánigo Moto Club)
         
       Después de la comida casera y una breve siesta en la fonda El Jabalí, junto al embalse de La Peña, establecimiento un tanto cutre pero agradecido, en donde hemos fijado nuestra base de operaciones, partimos hacia Anzánigo a través de una estrecha comarcal que corre encajada entre la Sierra de Sta. Isabel y las revueltas caprichosas del río Gállego. Son 13 kms. incómodos con curvas cerradas, pequeñas paellas y asfalto malo con grava suelta, pero el paisaje realmente vale la pena.  Los organizadores han instalado señalización específica advirtiendo del riesgo de hielo en algunos tramos del recorrido, precaución innecesaria esta vez, pues disfrutamos de una tarde templada que no amenaza ni mucho menos con helar la carretera. Llegamos por fin a la zona de acampada, presidida por el famoso monumento a San Glas, que no es otra cosa que una alta pared de hormigón en cuya parte superior han empotrado una vieja Sanglas matriculada en mayo de 1974, B-1041-AK, oxidada y triunfante en su cruel intemperie, y frente a ella el muro de las lamentaciones, en donde motoristas anónimos han dejado para siempre los recuerdos de sus correrías por este mundo: cárteres y culatas deshechos, pistones fogueados, bielas dobladas y un largo etcétera de piezas mecánicas inservibles y con docenas de miles de kilómetros a cuestas. Hay que reconocer que estos chicos del Anzánigo Moto Club son originales e ingeniosos, pero discretos organizadores, y para empezar, el terreno por el que tenemos que bajar con las motos hasta el barracón de las inscripciones es un impracticable lodazal de barro, piedras y roderas por donde se circula fatal, siempre a punto de resbalar y caer. Una vez dentro del pabellón principal, una especie de caballeriza destartalada pero caliente gracias a un buen fuego siempre encendido en su interior, nos obligan a guardar una tediosa cola para inscribirnos y recoger la consabida bolsa de obsequio. Por si fuera poco pretenden amenizarnos esta larga y absurda espera (apenas somos cincuenta personas) a base de música bakalao a tope de bafles y tontos concursos del tipo a ver quién tiene el DNI con el número más bajo, y gilipolleces semejantes. ¿Es esta la cultura motorista? No la nuestra, desde luego. ¡Joder, tíos!, ¿cómo sois tan gualtrapas?, pienso para mis adentros. En realidad, por 4.000 pelas (24 €) que cuesta participar en los dos días de concentración, cena, desayuno, comida y camping incluídos (huevos fritos, morcilla, panceta, fruta y café), tal vez no se pueda ni deba pedir más.
 



X

Esto ya es Jabalistreffen
concentración invernal
Gerardo haciendo de Jefe
nos apunta en el registro,
y estando todo muy visto, 
nos vamos los tres al bar.

XI

Después, postrados de hinojos,
adoramos a San Glas
patrón del motero puro,
y aunque esto está muy oscuro
y apenas ven nuestros ojos,
nuestra "kodak" tiene flash.

XII

Nos hicimos unas fotos
con las Sanglas empotrada,
y algunas salieron bien
y en otras no salió nada,
pero en esto de las motos
ocasiones tienes cien.


     
     El contenido de la bolsa, sin embargo, es de calidad: un magnífico gorro de invierno que además abriga, un pin grande y vistoso con el logotipo de este Moto Club zaragozano, varios adhesivos originales que imitan las pegatinas de la ITV, un bonito escudo de tela con la mascota de Jabalistreffen (un jabalí vestido de motorista y bebiendo cerveza), una participación de lotería y suscripción gratuita durante un año a su modesto boletín de publicación trimestral. Bueno, después de todo, no está tan mal.



          
 
     Ya es de noche cuando salimos al exterior y la temperatura comienza a descender considerablemente aunque sin llegar a ser todavía muy cruda. La gente enciende hogueras y monta las tiendas, come bocadillos, toma cervezas y bebe en bota, hace fotos, se ríe y se mueve de un lado para otro con gran agitación. El río Gállego discurre tranquilo a los pies de este campamento motorista y la humedad te cala hasta los huesos, pero a nadie le importa. Siguen llegando motos, aparecen en la oscuridad como fantasmas pacíficos, sin mucho ruido, como con cierto disimulo o timidez, gentes de toda España y algunos extranjeros avisados de que algo se cuece en este pequeño rincón oscense. Por curiosidad merece la pena venir a Jabalistreffen al menos una vez en la vida.
 
        Bajo un cielo limpio y estrellado regresamos a nuestra fonda por el mismo camino.



 
XIII

De regreso a nuestro hostal
la noche está muy oscura,
y es que no se ve una mierda,
así es que formamos cuerda
con toda nuestra cordura,
pues nadie se quiere hostiar.

XIV

Nos tomamos unas copas
antes de pillar la cama
y es que en esto de libar
ya sean muchas, ya sean pocas
no existe varón ni dama
que nos pueda aventajar.
 
 


¡A Zaragoza o al charco!
(popular aragonés)


       Seis cosas son imprescindibles para emprender o continuar un viaje en moto, por modesto que sea: gasolina, dinero, tiempo, calzoncillos limpios (o bragas limpias, si la que conduce es una mujer o un travestido), presencia de ánimo y, por supuesto, una moto. Como reunimos todos estos requisitos hemos decidido en la mañana primaveral del 5 de febrero marchar hacia Zaragoza para desasnarnos un poco, pues aunque la fonda El Jabalí es muy barata y se come una estupenda comida casera, lo cierto es que los aseos son comunitarios (un cuarto de baño por cada cuatro habitaciones) y no hemos podido ducharnos ni realizar nuestras más perentorias necesidades, primero por estar ocupadas las instalaciones, y después, al quedar libres, por su denigrante estado de higiene (olía a mierda y a sobaco y la bañera resultaba simplemente desaconsejable), lo cual que nuestro aseo matutino ha sido poco menos que regular tirando a escaso. El desayuno por supuesto que no lo perdonamos, es más, nos aplicamos a él con verdadero entusiasmo de gastrónomos: huevos fritos con jamón o chistorra, pan de hogaza, vino tinto con gaseosa, postre y carajillos. ¡BRUPPP! (perdón). En estas altas tierras pirenaicas hay que cuidar mucho la dieta calórica y rica en grasas ya desde la infancia, y si no que se lo pregunten a la hija de los dueños de la fonda, una adolescente rolliza y tristona pero dotada por la sabia natura con un tetamen francamente generoso en el que cualquiera de nosotros tres, como viajeros lascivos que somos, habríamos podido terminar de criarnos de buen grado.
 
 

 
XV

Y a la mañana siguiente
que estamos bien descansados
huevos fritos bien plantados,
vino tinto y gaseosa,
y después de hincar el diente
¡todo el mundo a Zaragoza!
        

        Casi siete horas vamos a tardar en recorrer los 120 kilómetros que nos separan de Zaragoza, esto es, a una velocidad media de menos de 20 km/h., que para eso no tenemos ninguna prisa, qué pasa. Desde luego que fuimos mucho más deprisa mientras estuvimos subidos en las motos, poco tiempo en realidad, pues se nos fue casi toda la jornada entre la indolencia, la desidia, la pereza y la risa, parando cada cinco o seis kilómetros en los pueblos, tumbándonos al sol en la hierba de las gasolineras o en la amplitud gozosa de los campos, haciéndonos fotografías en los arcenes de las carreteras, tomando cervecitas y aperitivos al aire libre mientras despedíamos con la mano a los presurosos motoristas que regresaban de Jabalistreffen... Se estaba muy bien en todas partes, sin hacer nada, sin pensar en nada, sin prisa por llegar a ningún sitio, pues en verdad en ningún sitio nos esperaba nadie ese domingo. Por dárnoslas un poco de turistas visitamos los impresionantes Mallos de Riglos, unos espigados farallones de roca desnuda que se elevan hacia el cielo con toda su grandeza de cientos de metros, como centinelas intemporales de todas las eras geológicas, ásperos paredones de piedra erosionada y milenaria. 






         Cruzamos la Hoya de Huesca y entramos en los llamados Llanos de la Violada, curioso nombre, cercanías del Gállego otra vez, tierras fluviales estas, con canales y acequias caudalosas recorriendo las tierras más fértiles de Aragón. Almudévar, Gurrea de Gállego, Alcalá de Gurrea, embalse de la Sotonera. Conejos al ajillo, pollos al chilindrón, espárragos de la huerta. Con el estómago lleno volvemos a la carretera con el firme propósito de alcanzar Zaragoza en las últimas horas de esta tarde larga, soleada y amable como pocas que se puedan recordar. Alguna tarde parecida de hace dos mil años, cuenta el dicho que Cristo se encontró a un aragonés en un camino y le preguntó que adónde iba. A Zaragoza, Señor -respondió el maño. Si Dios quiere, habrás querido decir -replicó Cristo. Y aunque no quiera -repuso el maño-, a Zaragoza voy. Entonces Cristo, para castigarle por su insolencia, le convirtió en rana y le arrojó a un charco. Pasado un tiempo, y pensando que se habría enmendado, le devolvió a su condición de hombre, y viéndole caminar de nuevo le preguntó: ¿A dónde vas, maño?  A lo que este respondió con toda la fuerza de su convicción: ¡A Zaragoza o al charco!
 
         Suponemos que sigue en el charco, pero a pesar de la fama de testarudos que arrastran consigo los aragoneses, bien es cierto que a nosotros nos atendieron amablemente en todas partes y no tuvimos jamás ningún problema, como no sea que nos quedamos con ganas de volver más despacio y tendremos que buscar el dinero y la ocasión.














         XVI

En Alcalá de Gurrea
cuando ya suenan las tripas
nos quedamos sin comer;
"Alcalá de Gonorrea",
la llama Bóxer Manuel,
que este chico a veces flipa.

XVII

Y es aquí a orillas del Ebro
que buscamos hospedaje,
que habrá que pasar la noche
pedirá descanso el cuerpo,
y en fin, pondremos el broche
a tan plácido viaje.

XVIII

Se dio Gerardo un buen baño
dentro del mismo hotel Sauce,
esto fue ya en Zaragoza,
y aunque es de Madrid, no maño,
cuando hay que gozar, se goza
y así se desborde el cauce.







         Zaragoza es una ciudad alegre, viva y pujante. Esto ya se nota en la nacional, volviendo de Huesca, tarde del domingo, con el tránsito espeso y lento en dirección a la capital. Cualquier ciudad española que se precie ha de tener colapsos circulatorios en sus vías de acceso los fines de semana, si no su categoría urbana puede quedar en entredicho. Atravesamos el Ebro por uno de sus amplios puentes, las torres de la Basílica del Pilar al fondo, y callejeamos largamente por el resbaladizo pavimento de adoquines hasta encontrar un acogedor hotel de tres estrellas, céntrico y con garaje. Después de una reparadora ducha -¡por fin!-, confortados y satisfechos, nos espera la Ciudad y la noche.

XIX

Zaragoza y de tapeo,
y aquí las mozas muy buenas,
y es que hay que comer de todo
que si sobra está muy feo,
y en la barra hincado el codo,
te atiborras y no cenas.

XX

Y aquí acaba ya esta historia
y aquí estas coplas termino,
que las guarde la memoria,
y ojalá otra vez nos dejen,
las dos motos y el Gallino
¡volver a Jabalistreffen!