sábado, 5 de diciembre de 2020

SOLO DE MOTO (1967). Daniel Sueiro. LA NOVELA MACARRA DE LA CARRETERA






UN REPORTAJE DE ROUTE 1963
 
Texto original publicado en 2012



    Daniel Sueiro
(1931-1986), pese a haber obtenido el Premio Nacional de Literatura en 1959, es uno de esos muchos escritores españoles tan grandes como desconocidos. Algo que no tiene nada de particular, por otra parte, en un país como el nuestro en el que son muy contados los ciudadanos aficionados a la lectura. Su novela corta SOLO DE MOTO (1967), tampoco es de las más conocidas del autor, ni siquiera después de haber sido llevada al cine por Juan Antonio Bardem bajo el título de EL PUENTE (1976), y protagonizada por Alfredo Landa, una producción tópica y típica del cine español de la época, una mediocre españolada y el peor trabajo de su director, en opinión de los críticos.

Como suele suceder en estos casos, muchos españoles vieron la película en su día y otros muchos hemos conseguido verla treinta años después, pero muy pocos la relacionan con la novela y todavía menos son los que la han leído. En mi caso fue al revés, primero leí la novela y después pude ver la película íntegra en YouTube (creo que ya no está disponible), pero lo más curioso fue lo que me costó conseguir el libro y después conservarlo en casa, porque lo perdí en varias ocasiones, lo encontré otras tantas (la última de ellas ahora, para escribir este reportaje), y estoy seguro de que lo volveré a extraviar más adelante. Su pequeño formato de bolsillo, apenas un poco mayor que el de las antiguas novelas del oeste que se vendían en los quioscos de prensa, tiene buena culpa de ello. La primera edición data de 1967 o 1968, pero yo conseguí una edición postrera del año 2001 mediante búsqueda y encargo de unos grandes almacenes, lo que llevó su tiempo. Se trataba sin duda de una tirada muy corta a cargo de la modesta editorial GAS, desaparecida hace bastantes años, por lo que me ha sido imposible solicitar la pertinente autorización para la reproducción de algunas ilustraciones del libro en este blog. Dichas ilustraciones son obra de Víctor Aparicio.

SOLO DE MOTO es muchas cosas, pero sobre todo es una novela de la carretera (española), un género prácticamente inexistente en nuestra literatura, con la honrosa excepción del libro que nos ocupa y tal vez de alguna otra rareza todavía mucho más desconocida y por supuesto descatalogada y difícil de conseguir. Al respecto se me ocurre la novela negra LA CORONA VALENCIANA, del periodista catalán Joan Fuster, a la que le dediqué un reportaje en otro de mis blogs hace ya algún tiempo.


La sinopsis de la novela es sencilla: un jovenzuelo marginal y notablemente macarra, mecánico de profesión, emprende un viaje relámpago de fin de semana desde Madrid a Torremolinos, a lomos de una modesta Ducati de 49 c.c. a la que de manera muy optimista bautiza como La Poderosa, con el muy celtibérico propósito, tan en boga en la época, de beneficiarse sexualmente de alguna de las muchas turistas suecas que pululaban por la Costa del Sol en aquellos primeros años dorados del desarrollismo. Estos venéreos propósitos que alientan su viaje no van más allá de una mera acumulación de fantasías eróticas sin ningún fundamento de poder convertirse en realidad, y de hecho nuestro protagonista ni siquiera consigue llegar a Torremolinos, pues ha de darse la vuelta poco antes de su destino para estar de regreso en el trabajo el lunes por la mañana, con lo cual la consiguiente frustración no proviene de la certeza de haber sido rechazado en sus pretensiones eróticas, sino de su propia incapacidad material de alcanzar el objeto del deseo. Y como en otras tantas ocasiones, también en esta novela la propia motocicleta adquiere una dimensión transgresora de liberación y estímulo contra la represión social, laboral y sexual de la época.

Pero sobre todo, las descripciones y las peripecias del largo viaje en moto a través de la N-IV (carretera de Andalucía), una carretera en aquel tiempo tercermundista, constituyen un testimonio imprescindible de aquellos años que nos llega inalterado a nuestros días, medio siglo después. Porque más allá de las obligadas concesiones a la ficción narrativa, es innegable que la cruda realidad aflora constantemente en cada una de las páginas de la novela en todo su esplendor. Es cierto que se prodigan en el relato algunas fantasías y pasajes ciertamente surrealistas de dudosa verosimilitud, pero en ningún caso empañan o distorsionan la atmósfera genuina de un viaje casi desesperado, áspero y sórdido, fiel reflejo de una España atrasada que sólo se reconoce y se alimenta de sus esencias más canallas y brutales. ¿Era España así en los años sesenta? En gran parte sí, pero en gran parte no.


Todo depende del punto de vista, y Daniel Sueiro forzó un enfoque de la realidad interesadamente subjetivo desde la mirada interpuesta de su protagonista, un macarrilla menestral y desclasado que narra sus peripecias en primera persona con un lenguaje coloquial, abrupto y a menudo chulesco. Si el protagonista de la novela hubiera sido un alto funcionario del Estado a bordo de un flamante Seat 1400, o un modesto empleado al volante de un Renault Dauphine de viaje con su familia, el punto de vista habría sido muy diferente y las sensaciones del viaje otras completamente opuestas. En realidad, estaríamos hablando de otro libro distinto. Pero habitualmente la buena literatura necesita más de los tonos negros y grises que de los tonos claros y amables para poder prosperar, y en este aspecto hay que reconocer que el autor sabía exactamente lo que quería escribir y porqué.

Ya de entrada resulta descabellado imaginar que alguien estuviera dispuesto a bajar de Madrid a Torremolinos en una moto de 49 centímetros cúbicos (un ciclomotor, por lo tanto, aunque alcanzaba los 80 km/h) —y sin casco, sólo protegido por unas gafas de sol—, un sábado de verano por la tarde para estar de regreso en Madrid a tiempo de trabajar el lunes a primera hora de la mañana, y menos aún en 1967, aunque el personaje empeñado en semejante hazaña fuese un fogoso mozalbete de veinte años:

Corrí como un loco yo solo por el centro de las calles y de las avenidas, tanto por la derecha como por la izquierda, con el escape abierto y a todo gas, atronando la ciudad y el mundo entero, porque aquel día era sábado, un sábado de primeros de agosto y yo tenía veinte años y además tenía que tirarme a una extranjera aquel fin de semana, fuera como fuera.

Pero pronto comprendemos que nunca podrá llegar a Torremolinos, porque apenas en una gasolinera de Valdemoro, la María Santísima, hace la primera parada para tomarse una Pepsi, después un cubalibre, ponerse a fumar y repasar la moto.


Eran cerca de las cinco cuando salí, entre unas cosas y otras, y el calor seguía pegando tela. Cuando me vi decidido encima de la moto enfilando hacia Torremolinos me dije, macho, el mundo es tuyo (...) Y luego, durante un buen montón de kilómetros, tuve la mala suerte de empezar a fijarme en los mojones de la N-IV (...) No puedes ir contando los kilómetros, no puedes hacerlo, tú lo que no puedes es ir midiendo la carretera metro a metro, eso te vuelve loco, y más si te quedan aún unos quinientos (...) La Poderosa seguía rodando, rodando, llevándome hacia el paraíso, ay, estaba refrescando un poco y sentía el suave vaivén. Pero de pronto me di cuenta de que había anochecido por completo y aún no había hecho ni doscientos kilómetros y solté el gas.

En Manzanares (Ciudad Real) nuestro protagonista hace el primer repostaje de combustible, y aunque es ya de noche y siente algo de frío, su entusiasmo permanece intacto. Casi cuatrocientos kilómetros todavía hasta Torremolinos atravesando entre tinieblas primero las inhóspitas rectas manchegas y luego las curvas homicidas de Despeñaperros, y la campiña cordobesa, y la vega del Guadalquivir, y los montes de Málaga, lo que nos obliga a suponer que llegará a su destino con el amanecer del domingo, sin descansar ni dormir en condiciones (apenas unas cabezadas en mitad del campo), para ponerse a buscar desesperadamente una sueca complaciente que alivie sus ardores de macho ibérico, y una vez saciado, de nuevo a la carretera para recorrer de regreso los seiscientos kilómetros hasta Madrid para estar a las ocho de la mañana del lunes en su puesto de trabajo en el taller. Hace falta ser muy optimista o estar muy mal de la cabeza, pero casi ninguna buena historia de ficción funciona sin el recurso de semejantes elementos épicos.


Entré en uno de los restaurantes que hay cerca de la gasolinera de Valdepeñas, (...) y lo primero me tomé una cerveza de golpe (...) y empecé a comer el bocadillo de tortilla con una mano mientras con la otra me servía el primer vaso de Valdepeñas fresquito de la media botella (...) y después del bocadillo de tortilla me tomé el de chorizo, y después del de chorizo pedí otra media (botella) y me zampé el bocadillo de queso, y al final aún me quedaban un par de vasos de la segunda botella y me los fui cargando como remate.

Después se encuentra casualmente en el restaurante con unos conocidos, se toman varias rondas de copas de coñac, y cuando por fin se queda solo: me tomé otro coñac, a la desesperada, porque ya estaba perdido, era más de la una y me quedaba medio mundo por recorrer.

(...) Durante unos cuantos kilómetros fui tirando sin enterarme de nada. Había ya muy poca circulación en la carretera. El cielo estaba lleno de estrellas, y, aunque no había luna, el reflejo de todo aquello tan quieto y tan lejos allá arriba iluminaba pálidamente y de una manera irreal esas grandes llanuras de la Mancha. Andando por allí encima de la Ducati, en medio de la noche, a cincuenta y cinco o sesenta kilómetros por hora, como un extraño mosquito ruidoso y débil, tuve de pronto la sensación de haberme perdido en la noche en una inmensa recta, para nunca más salir de la noche ni de la recta, de andar perdido y de no entender nada, pero nada, absolutamente nada, y esta sensación me resultó muy dolorosa y mortificante, y yo sabía que no era el coñac (...).


La carretera, la noche, el esfuerzo del viaje y los excesos etílicos le acaban pasando factura a nuestro bizarro protagonista:

(...) De repente me entró una fatiga tremenda, una cansera por todo el cuerpo, y hasta la cabeza me dolía. No sé si sería el coñac, creo que no, o el agotamiento de todo el día de viaje, no sé, porque también si a mi edad no se puede hacer un exceso de estos, no sé cuándo se va a poder hacer. El caso es que estaba flojo total y en el primer sitio que me pareció apropiado, desmonté y me senté en el suelo, y al rato ya estaba tumbado boca arriba.

Se queda dormido, inevitablemente, y cuando se despierta ya está amaneciendo y se encuentra todavía en las proximidades de Santa Cruz de Mudela. Ligeramente recuperado del cansancio, pronto tendrá oportunidad de desfogarse con la moto en el paso de Despeñaperros:

(...) y Despeñaperros me lo cruzo entero en directa, lanzado por la izquierda en las curvas cerradas, sabiendo que no va a pasar nada, porque la gente es muy cómoda y además suele hacerse prudente después de ir a misa, pues no nos olvidemos de que hoy ya es domingo, menos para las suecas de ahí abajo, que van a trabajar de cuidado, porque aquí voy yo...

(...) En Bailén me paré sólo un rato, para ir al retrete y llenar el depósito de gasolina, y enseguida dejé la N-IV para tomar la 323 rumbo a Jaén, lanzándome hacia abajo como un verdadero loco. Era temprano, pero empezaba a estar seriamente preocupado por el tiempo, que se echaba encima y yo estaba como quien dice sin estrenar. En esos momentos es cuando darías un ojo, sí, un ojo de la cara por tener una Triumph con la que poder correr a 170 por hora, aunque te estrelles, porque si no, es que te eternizas, nunca llegas a ninguna parte.

(...) Corrí cuanto pude hasta Jaén y allí dejé la 323, que pasa por Granada, y cogí la 321, que pasa por Martos y después del cambio de Alcaudete bordea Fuente-Tojar y Priego y sigue por Loja hacia abajo (...).


A lo largo de las siguientes páginas (la novela tiene 128) le suceden diversos percances y peripecias a nuestro macarra motorizado, que sería excesivo describir aquí con detalle. Pero lo cierto es que no conseguiría entrar en la provincia de Málaga hasta bien avanzada la tarde, es decir, veinticuatro horas después de haber iniciado su viaje en Madrid:

(...) En lo alto de la carretera, a unos ocho kilómetros de Málaga, vi aparecer allá a lo lejos el mar y me paré. Estaba todo envuelto en una bruma blanca y opaca y se extendía a derecha e izquierda y también al frente como si no tuviera fin. No estuve allí más de un minuto, aunque todo aquello era muy bonito y me gustaba.

Luego apreté los dientes y cogí la Poderosa, la levanté a pulso con mis manos, y le di la vuelta (...) Al volverme y mirar hacia atrás vi que el sol se ponía dejando en el horizonte un gran rastro de sangre.

A mí aún me quedaba una buena tirada para llegar a Madrid antes de las ocho de la mañana del lunes, que es la hora a la que abrimos el taller. Y durante toda aquella larga noche triste corrí y me arrastré por la llanura como un insecto miserable, como una pantera rabiosa... Pero, bueno, para qué voy a seguir contando nada.


lunes, 30 de noviembre de 2020

LAS MUJERES MÁS CALIENTES DE ANDALUCÍA

 

 Fotografías originales de 1994

Texto original de 2015 

 


Un reportaje de Route 1963



      En mayo de 1994 unos cuantos treintañeros ya curtidos por la carretera y por la vida decidimos bajar en moto a Jerez de la Frontera, a las carreras del Gran Premio de Motociclismo de España. Uno de ellos, Antonio, un compañero mío de trabajo, no baja solamente a ver las carreras. En realidad, de hecho, ya cuenta de antemano con que tal vez ni siquiera llegará a verlas. Por supuesto es motero y gran entusiasta del Campeonato del Mundo  de motociclismo, pero es aún más entusiasta de la hermosa Yolanda (Yoli, familiarmente), otra compañera de trabajo, en este caso veinteañera, con la que se ha liado y encoñado hasta las trancas -permítaseme la expresión-, y como ella está por la labor, él no desaprovecha la ocasión para llevársela de viaje a Jerez mientras deja a su mujer (no demasiado aficionada a las motos y notablemente menos hermosa que Yoli, todo hay que decirlo, por duro que sea) en casa. Lo que sucederá después es bastante previsible: una vez en destino, Antonio y Yoli apenas saldrán de la tienda de campaña, entregados a una frenética coyunda de fin de semana, y se perderán las carreras. No les importará en absoluto, porque las carreras suponen para ellos un medio, una oportunidad favorable para sus desahogos venéreos, no un fin en sí mismas. Y no son los únicos, desde luego.


      La hermosa Yoli es fría, distante y engreída, en mi opinión, y Antonio es un macho ibérico, y como tal un tanto dominante, pretencioso, idealista y embaucador. En los días previos al viaje a Jerez ha intentado utilizarme como coartada ante su pobre mujer: yo me llevo el casco de ésta para prestárselo a un amigo que baja conmigo a las carreras y que carece de este elemento de seguridad. Pero me hago el loco y me niego rotundamente a seguirle el juego. Aquella no es mi guerra y nunca me ha gustado inmiscuirme en las infidelidades ajenas. No siento más simpatías hacia la engañada mujer de Antonio de las que siento hacia la presumida Yoli. De hecho ambas me causan una absoluta indiferencia o tal vez incluso lástima. El propio Antonio y sus circunstancias me resultan también completamente indiferentes.




      Pero en cualquier caso a primera hora de la tarde del 6 de mayo de 1994 estamos todos reunidos en una gasolinera a la salida de Madrid, en la N-IV, con las motos y los equipajes a punto. Yoli con Antonio, otro compañero de trabajo, cuyo nombre no recuerdo ahora (aunque sí su apellido, que no voy a divulgar aquí), con su mujer, Arturo y José Javier (dos colegas míos de entonces, hoy perdidos en la bruma de los tiempos), y el que esto escribe. Siete personas y cinco motos, por este orden: una Kawasaki ZZR-1100, una Yamaha XJ-600, una Honda VFR-750, una Kawasaki GPZ-500 y una Honda CB-750, la mía. Parque móvil motociclista muy típico de la época. En aquella gasolinera de partida cambiamos algunas palabras y unas pocas risas y nos hacemos una foto de grupo que tampoco voy a divulgar aquí, por improcedente, y minutos después emprendemos viaje. Un viaje colectivo absurdo, porque ni siquiera compartimos un destino común. Mis compañeros de trabajo tienen alojamiento en El Puerto de Santa María (Cádiz), creo recordar, mientras que mis colegas y yo lo hemos reservado en Lebrija (Sevilla).

      Hay miles, decenas de miles de motos en la autovía de Andalucía. Matrículas de toda España y parte del extranjero. En toda mi vida había visto tantas motos juntas en una carretera. La XJ-600 está ya muy vieja y fuera de punto y viene consumiendo unos 11 litros a los 100 sin poder pasar de 120 kms/h., con lo cual en Valdepeñas nos despedimos, haciendo buenos (y falsos) propósitos de quedar en Jerez para ver juntos las carreras. Nunca más volveremos a coincidir con ellos encima de una moto. Arturo, José Javier y yo continuamos viaje. Nos quedan alrededor de 550 kilómetros de ruta por autovía y sabemos lo que hacemos y lo que nos gusta: cruceros de 150/160 kms/h. Es lo que se estila en la época, nada de radares, ni de carnets de conducir por puntos, ni de otras estupideces disuasorias y represivas que nos traerá, en mala hora, el futuro. Una época feliz, sin tiranías, imposiciones ni amenazas. No nos engañemos, a todo el mundo le gusta correr. La especie humana lleva la velocidad en la sangre. Y diga la DGT lo que diga, la inmensa mayoría de los españoles no se matan o matan a otros por correr, sino solo porque no saben cuándo y dónde se puede correr. O aún peor, porque ni siquiera saben conducir. Pero muchos circulan más deprisa que nosotros, por encima de los 200 por hora, con motos deportivas con matrículas gallegas y catalanas, Pontevedra, Coruña, Barcelona, Tarragona... Tienen que recorrer casi 3.000 kilómetros de ida y vuelta ese fin de semana y no es cuestión de perder el tiempo en la carretera. Por desgracia algunos se matarán en la tristemente célebre curva de Almuradiel, provincia de Ciudad Real, a un paso de Despeñaperros. Los que están predestinados de todos modos se matarán después en el propio Despeñaperros, mucho más peligroso. Sin embargo, la mayoría de ellos van a sobrevivir, y como viajan en grupos muy numerosos y las chicas que llevan de paquete van muy incómodas en lo alto del palomar y se mean o les viene la regla inoportunamente, y además la autonomía de sus motos es bastante limitada (en torno a los 150 kms. o menos a esas velocidades de crucero), se van esperando y reagrupando en los arcenes de la autovía y en las gasolineras, con lo cual no les cunde mucho más que a nosotros. Pero el paradigma de la eficiencia y buen hacer en ruta lo representa un vejete alemán que viaja en solitario y relajadamente en una custom japonesa manteniendo unos discretos promedios de 120/130 por hora y que coincide con nosotros en todos los repostajes del viaje, cada 200 kilómetros aproximadamente. Todas las veces que me lo voy encontrando pienso: yo de mayor quiero ser como este tío, que se baja desde Alemania hasta Jerez con dos cojones y ese aplomo, elegancia y saber estar.  Pero ahora que soy tan mayor como él o incluso más, casi veintidos años después, ya no estoy seguro de compartir su filosofía de la vida.


     
      Por el camino algunos se pican con nosotros, sin encontrar respuesta, pero en Despeñaperros José Javier destapa el tarro de las esencias y bajando el puerto se pasa por la piedra con su humilde GPZ-500 casi todas las erres que se le ponen a tiro. Arturo trata de seguirle, pero desiste. Yo bien, gracias. Solamente dejo de sestear un centenar de kilómetros después, cuando un individuo con una Yamaha Diversion 600 con matrícula de Madrid se pone pesado tratando de hacer una comprobación de prestaciones conmigo. La tontería dura una veintena de kilómetros por las rectas cordobesas hasta que decido mover un cuarto de vuelta más el puño y me lo quito de encima.

      En un área de servicio en las cercanías de Córdoba nos tomamos un descanso para repostar combustible y beber agua: hace un calor espantoso y estamos deshidratados dentro del casco. A medida que nos adentramos en el profundo sur español el calor se va haciendo más patente, aunque la tarde va declinando y la luz mengua muy despacio en el cielo. Volvemos a la carretera y nos incorporamos enseguida a ese río crecido y vertiginoso que nunca deja de fluir. Solo hay motos y motos por todas partes, de todas las marcas, cilindradas y provincias. El ambiente es fantástico. La gente de los pueblos se acerca a ver el espectáculo y nos saluda a nuestro paso desde los puentes elevados que cruzan la autovía. No es algo que pueda describirse, hay que vivirlo. Merece la pena bajar a Jerez solamente por este motivo, y es que no hay otro (salvo los desahogos venéreos ya descritos), pues las carreras se ven mucho mejor por la televisión y toda esta movida del Gran Premio te acaba saliendo por una pasta.




      Pero pronto vamos a vivir dos momentos de máxima tensión,  el primero de ellos cuando nos encontramos un enorme cepillo de barrendero atravesado en los dos carriles de la autovía, que seguramente ha perdido algún camión de limpieza, y que nadie se ha ocupado de retirar todavía. Nosotros lo esquivamos y por los retrovisores veo que todas las motos que vienen por detrás también lo esquivan en el último momento, pero no hay que descartar que alguien se lo trague y se caiga, provocando de paso una caída en cadena de muchas motos, pues a las velocidades a las que circulamos es imposible protegerse de una circunstancia como esta. Vuelve la tensión más tarde, cuando todo el mundo se pone a frenar a lo loco sin que sepamos qué sucede, aunque no tardamos en descubrirlo: los dos carriles de la autovía quedan repentinamente reducidos a uno mediante una hilera de conos que se va cerrando desde el arcén hasta el centro de la calzada. Al otro lado de los conos varios agentes de la Guardia Civil, armados hasta los dientes, nos miran con cara de perro y nos apuntan fieramente con los subfusiles, como si esperasen encontrar algún terrorista infiltrado en aquella horda motera rugiente y despavorida. No parece que éstos pertenezcan a la Agrupación de Tráfico y nos vayan a poner una multa, pero mientras pasamos muy despacio junto a ellos nos tememos que en cualquier momento se levante un brazo imperativo y nos haga detenernos sin contemplaciones. Nos quedamos con el susto en el cuerpo, pero no sucede nada, los dejamos atrás y volvemos a enchufarnos todos a 160, a 180, a 200 por hora o a lo que cada cual considere oportuno o adecuado a sus necesidades.


      Con la tarde ya muy vencida y apenas un rescoldo de luz en el cielo, hacemos la última parada de la jornada en un punto impreciso de la provincia de Sevilla. Miles de motos siguen rugiendo por la carretera camino de Jerez camufladas en una difusa oscuridad que no termina de imponerse al resplandor dorado del ocaso. Después de un breve descanso volvemos a la ruta y en Los Palacios y Villafranca José Javier casi atropella a la tonta del pueblo, que cruza la carretera sin mirar, y un poco más tarde Arturo (asiduo de las carreras de Jerez), nos lleva desde El Cuervo hasta Lebrija, ocho kilómetros, por un camino de piedras que, después de más de 600 de viaje, puede encabronar a cualquiera, aunque la culpa no es suya. Con todo y con eso, las motos llenas de polvo, los culos y las espaldas doloridos, alcanzamos Lebrija y montamos las tiendas ya de noche. Nos separan 40 kilómetros del Circuito de Jerez.






      El mundo de la moto es, por encima de todo, aventura. Nunca imaginas exactamente qué es lo que puede llegar a ocurrirte en un momento dado. Si supieras de antemano que se te va a averiar la moto a 700 kilómetros de casa, que te vas a perder la víspera del Gran Premio buscando el camino del circuito, que un insecto va a decidir introducirse en uno de tus ojos por llevar la visera del casco levantada, o que con tu tarjeta de crédito o débito no vas a poder sacar un triste duro de los cajeros automáticos, entonces probablemente no moverías la moto del garaje. Las dos primeras calamidades me sucedieron a mí. Las dos segundas a José Javier. Arturo tuvo más suerte y solo le estafaron con los bocadillos que se comió el día de las carreras. Pero todo tiene una explicación. Si te pasas con el aceite del cárter y lo llenas por encima del nivel, éste rebosa con el motor caliente y obstruye el filtro del aire y a lo mejor te fastidia la carburación, y aquí paz y después gloria. Si llevas tu tarjeta bancaria en una bolsa sobredepósito de imanes te acabas cargando la banda magnética y ya puedes empezar a montarte el número de la cabra si quieres sobrevivir. Lo mismo reza para los que compran bocadillos a pie de circuito y para los que se levantan la visera del casco en el momento más inoportuno o se pierden por torpes y despistados, como yo.



      La supervivencia en el camping improvisado de Lebrija es penosa, porque las comodidades no abundan y el vecindario motero carece del más mínimo sentido de la urbanidad y del respeto al prójimo, de modo que día y noche tienes que soportar voces, risotadas, acelerones en vacío y el aullido terrible de las hiperdeportivas que cambian de marcha a catorce mil vueltas incluso por las calles del pueblo. Muy cerca de nosotros acampa un portugués particularmente odioso con su Suzuki GSXR-1100 R, que siempre está levantando polvo y rompiendo los tímpanos del personal para hacerse notar con sus cortes de encendido, el hijo de la gran chingada. Pero da lo mismo, porque las hordas custom con sus inofensivas bicilíndricas tampoco se quedan atrás en lo tocante a la contaminación acústica. Aquí mete la pata todo el mundo incluso con un humilde ciclomotor, y los que han venido en coche se dedican a poner música bakalao en la radio a tope de decibelios solamente por joder. Aquí, si no haces ruido, no existes, y por lo tanto es imposible dormir en ningún momento, y tampoco puedes ducharte ni hacer tus necesidades fisiológicas, porque las instalaciones del polideportivo, de tan concurridas, carecen del menor atisbo de higiene y civilización.




      Desde El Cuervo hasta Sevilla casi 80 kilómetros en la cabina de la grúa que me lleva la moto averiada a un taller oficial Honda de la capital hispalense. A los pocos minutos de comenzar el viaje nos hemos detenido en un cementerio de automóviles de los de toda la vida, con los vehículos apilados a la intemperie unos encima de otros, para repostar gasoil. Esto se debe probablemente a que el desguace pertenece a los mismos dueños de la empresa concesionaria que presta los servicios de asistencia en carretera en la zona y disponen aquí de un almacén de combustible. Como buen aficionado que soy a estos lugares, varias veces me asalta la tentación de bajarme del camión cámara en ristre y fotografiar con detalle todas esas cordilleras de chatarra motorizada, pero no me atrevo, y finalmente solo soy capaz de obtener una instantánea desde el interior de la cabina.

      Lunes, 9 de mayo de 1994. La movida de Jerez ha terminado por este año. Hablamos de lo divino y de lo humano el patrullero y yo mientras atravesamos muy despacio este sur profundo y misterioso que parece representar la esencia de España y la nostalgia de Africa. Le cuento cosas de Madrid y de mi trabajo, y el tío alucina. Yo alucino con el suyo y los cerca de 80.000 kilómetros que recorre al año trabajando con la grúa, sin darse importancia. En la radio suenan rumbas sin descanso, hasta la extenuación de mis oídos, pero es lo propio. Al pasar junto al desvío que indica la localidad sevillana de Las Cabezas de San Juan, el patrullero me dice con una sonrisa: aquí están las mujeres más calientes de Andalucía. Es bueno saberlo, pienso para mis adentros. Si me arreglasen pronto la moto tal vez debería regresar a este pueblo sin pérdida de tiempo. Después de todo, la curva mortífera de Almuradiel todavía puede esperar.




      Con la moto en el taller, resuelvo quedarme al menos veinticuatro horas en Sevilla, o lo que haga falta. Estoy de vacaciones y nadie me espera con urgencia en ningún sitio. Decido alojarme en un hotel de cuatro estrellas, frente a la estación del AVE, y después de comer en la propia estación de Santa Justa me doy un largo paseo por la ciudad que me deja casi extenuado y en condiciones óptimas para retirarme a la lujosa habitación del hotel y ocuparme del cuerpo, verdaderamente castigado después de las penurias sufridas en el camping de Lebrija. Un baño reconfortante y demorado y luego a dormir la siesta. Sevilla es como un monstruo dormido después de los fastos del 92, y yo me despierto ya por la noche, cuando casi no hay tráfico por las calles y esta ciudad empieza a dejarme un poso de melancolía en el corazón. Le escribo una breve carta a un amigo usando cuartillas con membrete del hotel mientras voy dando buena cuenta de las bebidas alcohólicas del minibar de la habitación. Se está bien aquí, qué demonios, y por pura pereza ni siquiera voy a salir a cenar. De madrugada me vence el sueño y caigo en un pozo oscuro e insondable.




      A la mañana siguiente me entregan la moto en perfectas condiciones y emprendo el viaje de vuelta a casa. Me han tratado maravillosamente en el taller, tanto que, días después, escribiré una carta de agradecimiento en una conocida revista de motos y saldrá publicada. Un bocata de caballa y un café en Bailén, y un repostaje en Almuradiel, como únicas escalas, me devuelven a Madrid en apenas cinco horas y media de viaje y con el culo un poco entumecido, eso sí. Pero no voy a tener demasiado descanso, porque apenas veinte horas más tarde equipaje nuevo y rumbo a Levante.

sábado, 28 de noviembre de 2020

NOSTALGIA DE UNA LAMBRETTA 150 D (1956)

       
Un reportaje de Route 1963
      
Texto original escrito y publicado en 2004
 
 

 
      Hace unos quince años estuve fantaseando con la idea de recuperar y restaurar una vieja Lambretta 150 D de 1956, y no sólo con la intención de guardarla como recuerdo sino también con el práctico propósito de utilizarla a diario en mis desplazamientos urbanos. La verdad es que me sorprendí a mí mismo con esta fantasía, yo que no suelo tener fantasías y que nunca he sido un entendido ni un coleccionista de clásicas y que, por lo demás, haber recuperado aquella antigualla supongo que me habría supuesto un cierto desembolso económico y mayores aún habrían sido los gastos de mantenimiento posteriores si hubiera pretendido además utilizarla en el presente. Y eso por no hablar de sus limitaciones técnicas, su más que probable incomodidad y sus acreditadas carencias en materia de seguridad según los patrones contemporáneos. No nos olvidemos que las motos de antaño estaban diseñadas para unos usuarios y unas circunstancias muy diferentes a los actuales. Sin embargo, durante algún tiempo me rondó esta fantasía por la cabeza, y ya me imaginaba moviéndome por la noche por las calles del bullicioso Madrid de los 90 en este escúter con el que se habían movido cuatro décadas antes, por las calles mortecinas y subdesarrolladas del Madrid de los 50, algunos de mis familiares más cercanos. Y todavía si yo hubiese pertenecido a alguna de aquellas tribus urbanas que pululaban en las noches de los 90 (los mods, por ejemplo, tan aficionados a los escúteres en general y a las Lambrettas en particular), mi singular capricho tal vez habría tenido un sentido estético o tribal. Pero ni por esas. Yo no era un mod, ni un rocker, ni nada por el estilo. Sólo era motorista, a secas. Así es que por fuerza mi fantasía tenía sólo una inspiración simbólicamente nostálgica. Estoy de acuerdo con Cesare Fiumi, periodista italiano y escritor de libros de viajes, cuando dice que alguna vez ha experimentado una especie de nostalgia extraña y desconcertante, la nostalgia de lo que no se ha vivido y se habría querido vivir. A mí también me ha sucedido.
 
 
 
  
Y es que, claro, aquella entrañable   Lambretta 150 D de 1956,  con matrícula  M-164.531 y pintada en un color gris militar que le hacía parecer aún más espartana y frágil de lo que en realidad debía de ser, no era para mí una Lambretta cualquiera. Pero por esas paradojas de la vida, que refuerzan el significado de la frase de Fiumi, yo nunca pude verla salvo en fotografías, y aunque me han dicho que llegué a montar en el sidecar que le acoplarían más tarde, mi corta edad de entonces (menos de un año) me tenía incapacitado para ver nada que pudiese recordar después, y por tanto esta es una de esas cosas, como tantas otras de la infancia, que uno no ha vivido realmente. Tal vez venga de ahí mi nostalgia en el presente.
 
 
 
 
 
  Fue mi tío Antonio quien la compró nueva a principios de 1957, si bien el modelo data del año anterior, 1956, último en el que se fabricó. Precisamente ahora, en 2004, se cumplen 50 años del establecimiento de la casa Lambretta en España, concretamente en Eibar, en donde se fabricaban con licencia italiana.  El modelo 150 D en cuestión equipaba un motor monocilíndrico de dos tiempos de 148 c.c. refrigerado por aire forzado y alimentado por un carburador Dell’ Orto. Tenía tres marchas accionadas manualmente por dos cables y la potencia máxima desarrollada era de 6 c.v. a 4.750 r.p.m., lo que le permitía una velocidad máxima de 75-80 kms/h.  La medida de los neumáticos era de 400 x 8 (?), llevaba un depósito de combustible de 6’3 litros, con una reserva de 0’7, y sus consumos eran del orden de los 2 litros a 100, lo que, al menos en teoría, le otorgaba una autonomía aproximada de 300 kms. El peso total de este escúter estaba en los 75 kgs., según el fabricante, y se vendía en dos colores, verde y gris. El modelo D 150 estuvo en producción entre 1954 y 1956.
 
 
 
    
Datos técnicos aparte, lo cierto es que no deja de sorprenderme el hecho de que alguien pudiera atreverse siquiera a viajar en aquella época con este modesto hierro por las polvorientas carreteras españolas, cuyos pavimentos, cuando no eran de adoquines, eran de arena y grava, y si por casualidad contenían algo de asfalto era más bien a título testimonial. Y sin embargo mi tío Antonio no sólo usaba su Lambretta por Madrid (fue su primer vehículo), sino que con frecuencia se aventuraba a viajar con ella a la costa en vacaciones, y alguna vez llevando de paquete a su hermano, mi tío Vicente. Viajes, suponemos, que durarían de sol a sol, por lo menos, aunque en verano los días sean más largos, pero ellos ya no lo recuerdan o no quieren recordarlo. Esta es una nostalgia inversa a la que alude Cesare Fiumi: la falsa nostalgia de lo que se vivió y no se hubiera querido vivir, probablemente. Pero una vez en destino, ya en la costa mediterránea, este baqueteado escúter no perdía ni un ápice de su protagonismo, aunque fuese de modo circunstancial, como lo atestiguan las numerosas fotografías en blanco y negro que conservo en la actualidad y que he analizado al detalle innumerables veces. Familiares, vecinos y amigos aparecen invariablemente retratados encima de la Lambretta entre almendros y chumberas, las mujeres con pañuelos en la cabeza y castos bañadores de una pieza y colores discretos (el biquini estaba por inventar), y ellos con pantalones largos y blusas blancas abrochadas casi hasta la garganta. A veces, para estas fotografías, se subían en la moto hasta tres personas, y entonces la pobre Lambretta casi ni se veía. Pero hay imágenes en las que se aprecian perfectamente todos los detalles, precarios detalles, podríamos decir, de esta 150 D, tan liviana de motor, chasis, chapas, tubos y cables (al descubierto y peligrosamente enredados en el manillar, por cierto), y uno se pregunta cómo demonios podría funcionar aquello sin romperse o provocar un accidente.
 
 
 
 
 Hacia 1960, o quizá antes, nuestra entrañable Lambretta recibió un importante lavado de cara. Para empezar, el escudo, que de origen se levantaba sólo unos centímetros por encima del guardabarros delantero, con lo cual dejaba completamente al descubierto las piernas del conductor, pasó a ocupar ahora todo el plano frontal de la moto hasta juntarse con el manillar. Esto ya le concedía una cercana semejanza con las Vespas, que eran sus más feroces competidoras en la época y mejores escúteres, además. Al dotarla de un escudo en condiciones se pudo integrar en él el faro, que de serie iba atornillado a la barra de la dirección y que daba toda la sensación de alumbrar menos que un candil de aceite. Se sustituyó también el único espejo  rectangular que llevaba en el puño izquierdo por uno redondo. Este modelo no traía de serie ni retrovisores, ni intermitentes, ni velocímetro, ni cuentakilómetros, ni rueda de repuesto, y los asientos eran dos monosillas independientes, como si fuesen dos sillas de montar, con amortiguación de muelles. Precariedad en estado puro. Y a continuación vino el sidecar, instalado al costado izquierdo también, lo cual supongo que dejaría poco menos que inoperante el único espejo retrovisor. Se dotó a la moto, asimismo, de una rueda de repuesto que iba anclada verticalmente en la parte trasera, por encima de la placa de matrícula.  Por último, se pintó la moto completa y el sidecar de color rojo con líneas negras de adorno. Probablemente la Lambretta ganó mucho estéticamente con todas estas mejoras, y en especial con los cambios cromáticos que la despojaron de su primitivo aspecto austero y gris, pero las fotografías en blanco y negro no le hacen justicia. 
 
 
 
 
Y así, en 1964, mi tío le vendió la moto a su cuñado, es decir, a mi padre, que la tuvo unos pocos meses antes de comprar su primer coche, también usado y también a mí tío, un Renault Dauphine de 1962. Pero parece ser que mi padre, a diferencia de mi tío, no hizo demasiadas buenas migas con la Lambretta. Incluso se llevó algunos sustos serios, como cuando pisó el bordillo de una isleta con la rueda del sidecar y la moto se le venció y se le volcó igual que una barca, atrapándole debajo. Aquello no tuvo consecuencias graves pero le puso de manifiesto que conducir un escúter tan ligero con sidecar requería de cierta habilidad y experiencia, algo de lo que él carecía en aquel momento, pues también era su primer vehículo.
 
 
 
 

 
 Se la vendió a un compañero de trabajo y ahí quedó la historia hasta que, veinticinco años después, yo me interesé por ella. Que qué habría sido de aquella Lambretta, le pregunté, a lo que él me respondió que, por lo que sabía, el compañero de trabajo al que se la había vendido la seguía teniendo aunque, eso sí, desmontada o quizá desguazada en un oscuro cobertizo de Fregenal de la Sierra, en la provincia de Badajoz. Así es como terminaron muchas motos de la época antes de que se desatase la fiebre actual del coleccionismo de clásicas. No obstante yo insistí, ante su incredulidad, en si era posible o merecía la pena intentar al menos recuperarla, fuese cual fuese su estado, incluso por piezas, pero mi padre me dijo que lo más probable es que no encontrase nada ni remotamente parecido a lo que había sido aquella Lambretta. Tal vez sólo quedaban de ella un montón de hierros achatarrados por todo vestigio, y eso en el mejor de los casos. Y además, ¿para qué demonios quería yo aquel cacharro? ¿Nostalgia? ¿Nostalgia de qué? No pude responderle a esto, porque por entonces todavía no había leído a Fiumi quien, por cierto, y curiosamente, también es italiano y de 1957, como esta Lambretta. Casualidades de la vida. 
 
 
 

 
 
Llegué a conocer a su último propietario, ya fallecido, el compañero de mi padre, pero jamás me atreví a preguntarle por la moto. Me hubiera tomado por loco o, peor aún, por tonto. ¿Quién puede tener interés en saber acerca de del destino de un trasto condenado al basurero?

Así es que, mi fantasía nunca pudo hacerse realidad. Para una vez que tengo una fantasía, también es mala suerte. Y sin embargo, después de tanto tiempo, de vez en cuando me sigo acordando de aquella Lambretta 150 D de 1956, sobre todo cuando vuelvo a ver esas añejas fotografías en blanco y negro, la única prueba material y palpable que he tenido nunca, en verdad, de su existencia.
 
 

 

 



viernes, 27 de noviembre de 2020

TÚ TIENES LA LLAVE (y III). EL TRACTOR ASESINO DE CAUDETE DE LAS FUENTES. Octubre de 1994.




 
 
     (Versión original del texto escrita en 2012)
 
Un reportaje de Route 1963
 
 
     

      El hombre es el único animal que sabe que va a morir. Eso es al menos lo que afirman los etólogos, zoólogos y otros estudiosos y especialistas en seres vivos de toda condición, quienes conceden que, ciertamente, los animales superiores sí son conocedores de los riesgos y peligros que conlleva la superviviencia diaria, pero carecen de la conciencia y consciencia necesarias para comprender que su destino final es la muerte. Nosotros sí sabemos lo que nos espera, pero ese conocimiento cierto no nos hace necesariamente más prudentes. O no por lo menos todo lo prudentes que deberíamos ser en todas las ocasiones, y particularmente en aquellas que llevan aparejado un mayor riesgo, como puede ser un viaje por carretera.
 

      A mediodía del 3 de octubre de 1994 ya estamos otra vez de vuelta en la autopista camino de Valencia. Por una vez, y sin que sirva de precedente, hemos conseguido dormir profundamente un buen número de horas en Denia, y eso nos produce la extrañeza de las sensaciones infrecuentes, como tener el cuerpo descansado, la mente despejada y los reflejos en condiciones óptimas para conducir nuestras motos quinientos kilómetros de un tirón, si fuera preciso. Ya habíamos olvidado estas excelencias después de someternos a todo tipo de excesos en la carretera durante algún tiempo. La única contrariedad, por el momento, proviene del hecho de que no vamos a poder entretenernos ni un minuto en desayunar si queremos alcanzar Madrid antes del anochecer, y conducir con el estómago vacío (o demasiado lleno) sí que forma parte de nuestras experiencias consolidadas y poco saludables, es decir, la verdadera condición habitual de la mayoría de nuestros viajes.

      Claro que esto también tiene una ventaja, y es que si no hemos desayunado antes de partir, por lo menos nos daremos el gusto de parar a comer por el camino, aunque la parada sea breve y no haya lugar a una comida copiosa ni a la adecuada sobremesa posterior. Y tal vez sea esta la idea que va rumiando Aguirre por dentro del casco mientras devoramos kilómetros a buen ritmo en la autopista AP-7 con rumbo a Valencia. Si no nos apuramos, se nos va a echar encima esa hora delicada y fronteriza en la que te juegas a una sola carta el que te den de comer, o no, en los establecimientos de carretera, en cuyo caso ya sólo queda la opción paupérrima de un sandwich reseco y una lata de refresco abollada en las tiendas de las gasolineras. Pero ese plan está descartado, según nos comunica Aguirre a Julia y a mí cuando hacemos la tradicional parada para fumar y cambiar impresiones después de pagar el peaje de la autopista: hoy vamos a comer como Dios manda, y donde nos gusta. Hay que darse prisa, eso sí, así es que abreviaremos los cigarrillos y las conversaciones, y el propio Aguirre prescindirá esta vez de la rutina habitual de tirarse al suelo en este punto para verificar el nivel de aceite de su R-65, una moto muy derrochadora de lubricante.


  
Aguirre verificando el nivel de aceite de la R-65 en el peaje de la AP-7 en Silla. Años 90.
 


      Poco más de una hora y cien kilómetros después, hacemos la parada clásica en San Antonio de Requena para comer en el mesón-jamonería El Faisán Dorado, hace tiempo desaparecido, un establecimiento sencillo a pie de carretera al que nosotros profesábamos cierta devoción en la época (aunque sólo llegamos a visitarlo dos o tres veces), cuando aún no existía la autovía y la N-III cruzaba frente a su puerta. Por aquel entonces todavía sobrevivían muchos restaurantes de carretera en la zona, siempre frecuentados por legiones de camioneros, viajantes, domingueros, veraneantes camino o de vuelta de la playa e incluso guardias civiles de Tráfico, pero curiosamente El Faisán Dorado acostumbraba a estar vacío, seguramente por el escaso espacio que había para aparcar en sus proximidades, o tal vez por lo discreto de su presencia, que le hacía pasar desapercibido en el fragor constante de la carretera nacional y ante el reclamo de mayor relumbrón de los locales de la competencia. Sin embargo, nosotros lo descubrimos por casualidad en un viaje de ida a la costa y nos sorprendió muy gratamente tanto por la calidad de la comida como por la amabilidad de los dueños y lo razonable de sus precios, así es que por lo menos en dos o tres ocasiones subimos las motos a la estrecha acera de la travesía de San Antonio y nos dejamos cautivar, sobre todo, por sus exquisitas chuletas a la brasa en horno de leña, aromatizadas por el humo de los sarmientos, una de esas sencillas pero entrañables sensaciones de la vida que, todavía casi veinte años después, recuerdo que me produjeron una felicidad más o menos intensa, pero por lo menos perdurable en la memoria.




      Desde luego se trataba de un local muy pequeño y modesto, con apenas media docena de mesas y una carta o menú del día muy limitados, pero en aquel contexto viajero de los años noventa nos gustaban este tipo de sitios discretos descubiertos al azar, eran como hallazgos propios de los que nos sentíamos tan orgullosos como si hubiésemos descubierto verdaderos templos de la gastronomía. Este hecho explica por sí solo el que pidiésemos una tarjeta del establecimiento la primera vez que lo visitamos, todavía conservada entre miles de recuerdos de aquellos viajes, pese a que el mesón debió de tener una vida muy efímera, arrastrado a una prematura desaparición, como tantos otros, con la construcción de la autovía y en consecuencia el abandono de la antigua N-III y de sus travesías de los pueblos. Tardamos algún tiempo, sin embargo, en rendirnos a esta evidencia, y como seguíamos viajando a menudo por la primitiva carretera de Madrid a Valencia, solíamos buscar el letrero del Faisán Dorado en las fachadas de las casas de San Antonio, según cruzábamos la población y en el punto en donde lo recordábamos ubicado, tal vez para detenernos a comer allí y recordar viejos tiempos en realidad muy recientes, pero ya nunca pudimos encontrarlo. Era como buscar un sitio fantasma que sólo hubiera sido producto de nuestros delirios. Mientras nosotros seguíamos anclados en nuestras rememoraciones y nostalgias de la ruta de Levante, el implacable progreso de la autovía, con todos sus males (y este era uno de ellos), nos había ganado la partida poniendo al descubierto nuestra ingenuidad y obsolescencia. Porque empezaba a resultar evidente que con el abandono de la N-III las cosas ya nunca volverían a ser como antes. La antigua nacional extinguida arrastraba consigo la mayor parte de los elementos que le habían sido consustanciales durante decenas de años, y así, uno tras otro y en un tiempo muy breve, iban desapareciendo los bares, los restaurantes, los hoteles, las gasolineras y los talleres de carretera. Y no sólo han desaparecido físicamente, sino que tampoco se encuentra la menor referencia actual a los nombres y ubicaciones de la mayoría de ellos. Es como si nunca hubieran existido. Buscando El Faisán Dorado por internet, descubro con sorpresa que la única prueba pública de su pasada existencia remite a este blog, en donde es citado en entradas anteriores relacionadas con el documental sobre la antigua N-III. Y también compruebo, en este caso visualizando las imágenes de Google Earth, que el inmueble que ocupaba aquel mesón-jamonería, aloja ahora otro establecimiento hostelero, como muestra la siguiente imágen. Las estrechas aceras del pasado han sido generosamente ampliadas en detrimento de la carretera sin tránsito.




      Comemos, pues, ya en una hora tardía aquel 3 de octubre de 1994, unas deliciosas chuletas al sarmiento en el Faisán Dorado, entre otras viandas probables que no constan en las crónicas. Después de bastantes horas de ayuno forzoso, esas chuletas nos devuelven la fe y la confianza en nosotros mismos, que las vamos a necesitar algo más tarde cruzando Caudete de las Fuentes, cuando un tractor asesino con remolque decide atravesarse en mitad de la carretera sin previo aviso de ningún tipo para tomar un desvío a la izquierda, según queda escrito literalmente, esta vez sí, en dichas crónicas. Afortunadamente, para ser honestos y fieles a la verdad, tampoco se omite la circunstancia de que circulábamos por la travesía de Caudete a 100 km/h., estando entonces limitada la velocidad por casco urbano a 60 (actualmente 50 genéricos, o menos, en algunos casos), y la realidad es que casi todos los vehículos sobrepasaban con creces esos límites en aquella época en la que no proliferaban tanto los radares, ni la retirada de puntos del carnet de conducir, ni los abusivos importes de las multas con evidente afán recaudatorio que imperan en la actualidad. E incluso las penas de cárcel, ya en el colmo de los despropósitos. En 1994 el concepto de travesía urbana no existía como tal para los conductores, pues una carretera general que atravesaba decenas o centenares de pueblos en su recorrido nunca dejaba de ser eso, una carretera, independientemente de que su trazado incluyera transitar entre casas de núcleos de población cada pocos kilómetros. Cuando un viaje de 500 kilómetros por una carretera nacional española podía prolongarse durante seis o siete horas, con sus correspondientes atascos, retenciones, imposibilidad de adelantar (y el peligro de hacerlo cuando era posible, con vías de un solo carril por sentido), tráfico pesado y un largo etcétera de inconvenientes, cruzar un pueblo, o cientos de ellos, era un mero trámite anecdótico que había que superar cuanto antes, y encontrándose la travesía despejada, nadie iba a circular a 60. Es comprensible. En cada época impera una mentalidad, generalmente aceptada incluso por las autoridades.



      Todo sucede muy deprisa, inesperadamente, y casi sin tiempo para reaccionar nos encontramos involucrados en un problema muy grave. Probablemente todavía me estaba relamiendo de las chuletas recién ingeridas cuando compruebo que los escasos vehículos que me preceden, incluida la R-65 de Aguirre, empiezan a frenar a la desesperada y la distancia de seguridad decrece instantáneamente. Nos estamos echando unos encima de otros por culpa de ese tractor con remolque que, unos cientos de metros por delante, ha decidido incorporarse a la calzada desde la acera sin avisar, o lo que es aún peor, sin mirar. A 100 km/h. se recorren 28 metros por segundo, y es entonces cuando corroboras que el hombre es el único animal que sabe que va a morir, o por lo menos que es consciente de que se va a abrir la cabeza, o partirse una pierna, o la columna vertebral, y puede precisar el momento en el que esto va a suceder cuando ni sus reflejos ni los frenos del vehículo que conduce pueden responder con la celeridad que necesita para soslayar el peligro. Y en una moto, además, cualquier maniobra brusca y precipitada, como una frenada de emergencia, resulta sumamente comprometida, con el riesgo evidente de bloquear las ruedas e irse al suelo. Como queda escrito en las crónicas, en cuestión de sólo un segundo, veo que se me amontona el trabajo: cerrar gas, bajar marchas y frenar al mismo tiempo la moto cargada a tope, en apenas 30 metros, y por si ello no fuera posible tengo que escoger además si prefiero golpearme contra el tractor, una furgoneta que va detrás, o la Lavadora de Bóxer Manuel (R-65 de Aguirre), por delante de mí, y a la que estoy esperando ver en el suelo de un momento a otro.




      Por culpa del pánico (pisotón al pedal de freno trasero) he bloqueado un poco de atrás y la moto ha insinuado un breve latigazo hasta que he levantado el pie y me he aplicado a fondo con la maneta (freno delantero) apretando y soltando rítmicamente, con buenos resultados. Y mientras esto sucedía, el tramo final de la travesía de Caudete ha pasado ante mis ojos a cámara lenta, y un instante de apenas unos segundos se ha dilatado exageradamente en el tiempo, o al menos estas han sido mis percepciones del momento, y he llegado a maldecir nuestra imprudencia de circular tan deprisa por una travesía, y la imprudencia homicida del tractor, sobre todo, y mi propia incapacidad para conservar la sangre fría y no dejarme dominar por el pánico en una situación tan comprometida.




      Pero al final, sólo la suerte o tal vez un milagro, suponiendo que existan, ha evitado la colisión múltiple cuando yo ya había elegido chocar contra la trasera de la furgoneta Ford Transit, de chapa seguramente más blanda que la del remolque del tractor asesino. Aguirre, por su parte, como consta en las crónicas, se ha detenido a tiempo y con muchos apuros también, y nunca entenderé cómo ha podido hacerlo con un solo disco de freno delantero, un tambor trasero y algunos metros menos de distancia en la frenada, pero ahí estamos parados a dos dedos de la furgoneta y con el corazón al galope. Y el tractor asesino, por otra parte, una vez cometida con absoluta impunidad su fechoría, toma un desvío lateral a la izquierda sin inmutarse lo más mínimo ante los bocinazos furiosos de la furgoneta y nuestras propias imprecaciones, que incluyen gran despliegue gestual de brazos y manos alzadas al aire con algún dedo extendido.

      Nada más salir de Caudete de las Fuentes nos paramos en el arcén de la carretera para evaluar la situación y templar los nervios. Aguirre sostiene un cigarrillo con la mano temblorosa, Julia está inusualmente pálida por encima de su palidez habitual, y yo siento calambres en las piernas y apenas si me sale la voz de la garganta. Y no es para menos. Hemos estado a punto de tener un aparatoso accidente, seguramente no de consecuencias muy graves, pero sí lo bastante perturbador como para sufrir algunos daños físicos y mecánicos y comprometer la continuidad del viaje. Pero bueno, al menos por esta vez nos hemos salvado, ha sido sólo un aviso, un toque de atención, una invitación a la prudencia, y ahora es menester tranquilizarse antes de retomar el camino. 


 
  Travesía de Caudete de las Fuentes (Valencia). Imágen contemporánea de Google Earth.
 


      Continuamos viaje al cabo de largo rato, todavía con el miedo en el cuerpo, a velocidades muy moderadas, y recurriendo a las crónicas de la época de nuevo, a medida que nos vamos acercando a Madrid así se nos va acercando también un cansancio provisionalmente engañado con esas milagrosas horas de sueño reparador de la víspera, que parecían suficientes para que este viaje no se nos complicase demasiado, pero la crispación causada por una carretera siempre en obras como esta N-III, con sempiternas tareas de asfaltado, retenciones, sobresaltos, camiones y conductores suicidas, vuelve las cosas del revés, no te salen los promedios y cuando quieres darte cuenta ya estás luchando otra vez para que no se te haga de noche en la carretera, y esto sí que lo vamos a conseguir a costa de sacrificarlo en paradas (...) Unicamente a las puertas de Madrid nos detenemos para fumar un cigarro y despedirnos, y acaso también para insinuar que este puede haber sido el último viaje de 1994, cosa que ahora mismo nos parece incluso muy deseable. Pero estamos absolutamente equivocados.
 

      En la última gasolinera de esta ruta, a las mismas puertas de Madrid, entre escombreras y desmontes y ya con la silueta de los primeros edificios de la ciudad divisándose en el horizonte brumoso de la tarde de otoño, contemplamos una escena tan sorprendente, como anacrónica, como bíblica: un hombre vestido con un mono azul de faena viene caminando campo a través con un cordero recién parido echado sobre sus hombros. A su lado, avanza a trompicones también la oveja, exhausta y sanguinolenta después del parto. Llegan a la gasolinera y el hombre nos mira, y probablemente nos da educadamente las buenas tardes, y nos mira la oveja con sus pequeños ojos cargados de mansedumbre ovina, y nos mira el cordero, seguramente asustado y ciego todavía en sus primeros minutos de vida. 

      Este pobre animal tampoco sabe que va a morir, muy pronto, además, a la vuelta de pocas semanas, todavía a tiempo para servir de festín en alguna mesa navideña, o en algún asador de carretera, como El Faisán Dorado, lo que son las cosas, porque ese es su destino y la única razón (o sinrazón) de su efímera existencia.